Una concubina para el CEO virgen.

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Capítulo 5 5.

Amaranta se quedó de pie ahí mientras el hombre terminaba de vestirse. Se puso un traje oscuro y unos zapatos que brillaban como si la luz emitiera de ellos mismos. Entonces, al final, cuando el hombre se miró en el espejo, la muchacha pudo confirmar que en efecto era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Con los ojos dorados como los de un gato, la miró a través del cristal.

— Creo que será poco creíble si estás solamente así  — dijo él.

Se acercó hacia donde ella estaba y Amaranta se quedó paralizada como un pequeño pajarito amenazado por la presencia de un gato hambriento. La tomó con un poco de brusquedad por la cara y se acercó, apoyando sus labios en su cuello. La sensación cálida de su lengua sobre su piel hicieron que le atravesara una ráfaga eléctrica desde la columna hasta su ya humedecida intimidad. Succionó la suave piel de su cuello con una fuerza que le pareció eróticamente dolorosa.

Y entonces, cuando su ritmo cardíaco comenzó a acelerarse y su respiración se hizo más fuerte, el hombre se apartó nuevamente, contemplando el enorme chupetón que había generado en su cuello.

— Listo  — dijo — . Ahora ya eres de mi propiedad.

Bromeó. El hombre parecía extrañamente cómico, como presa de una inmadurez extraña, pero Amaranta sabía que no era así. Algo en él parecía fríamente calculador, como si cada uno de sus movimientos no fuesen guiados por la inmadurez o el deseo. Como si cada una de sus posturas, sus miradas y sus palabras no estuvieran horriblemente calculadas. Imaginó que tal vez así era.

Entonces la tomó por la muñeca y la sacó de la habitación. Caminaron uno al lado del otro por el enorme pasillo. La cabeza de Amaranta llegaba apenas a los hombros del hombre, que caminaba con la arrogancia que le daba el saberse dueño de cada uno de los candelabros de ese edificio, de las motas de polvo sobre la alfombra, de las joyas y de las monedas de los casinos que rodaban por todo el hogar. Ni siquiera se tomó la molestia de golpear con los nudillos la puerta de la habitación donde iban a entrar: simplemente movió la perilla y la abrió.

Había un grupo de hombres reunidos alrededor de una mesa, empaquetados en unos trajes que Amaranta imaginó valdrían cada uno más que la deuda de su padre. El papá del hombre lo miró de los pies a la cabeza.

— ¿Tan rápido?  — dijo sonriendo.

Luego observó a Amaranta y vio en definitiva, en primer lugar, el chupetón que el hombre le había hecho en el cuello.

— ¿Qué haces aquí, Bastián?  — le preguntó el hombre a su hijo.

Y Amaranta lo miró. Bastián Belmonte… Claro que sí. Ahora recordaba ese nombre.

— Bueno, vengo a darte lo que tanto has querido  — dijo Bastián — . Y aprovecharé que tus amigos están aquí para que ellos les cuenten a sus esposas, y sean ellas las que difundan los rumores que tanto les ha gustado difundir.

Los hombres intentaron ponerse de pie, un poco enojados porque el muchacho les había dicho chismosas a sus esposas. Pero antes de cualquier movimiento, el mismísimo Bastián señaló a la pobre de Amaranta, que se sentía como una pequeña presa en una jaula llena de depredadores.

— Voy a convertir a Amaranta en mi esposa.

Los ojos de su padre se abrieron desorbitadamente. Amaranta se encogió en el lugar, deseando que la tierra se la tragara en ese momento.

— Entiendo lo que pasó, entiendo que perder la virginidad no es algo a la ligera y que nosotros, como hombres, siempre nos aferramos un poco a la primer mujer con la que estamos. Pero eso no significa que tengas que casarte con ella.

— Quiero hacerlo, voy a hacerlo  — dijo él con seguridad — . Y ya no soy un niño, papá. Sé muy bien lo que hago.

— Pues no parece  — rugió el hombre — . ¡Cuántas veces te he dicho que en el momento en el que quieras casarte tienes a Dayana, la hija de uno de los empresarios más importantes de esta ciudad! Esa es la mujer que yo escogí para tu matrimonio, pero tu ridícula enfermedad nunca te permitió verla con ojos de hombre. Y ahora que, al fin, esta muchacha ha logrado curarte, ¿vas a casarte con ella? ¿Con la hija de un don nadie?

Amaranta hubiera podido reclamarle muchas de sus objeciones. Llamar a su hijo enfermo solo por ser gay le pareció abrumadoramente frío y terrible, y pensar que aquello era una enfermedad que se podía curar simplemente con perder la virginidad era tan terriblemente ignorante que incluso sintió un poco de lástima por el magnate.

Pero Bastián apretó con tanta fuerza la muñeca de Amaranta que ella estuvo a punto de decirle que la soltara porque la estaba lastimando. Parecía que el hombre, en ese momento, estaba enfrentándose no a ella, sino a los demonios de su padre.

— Tú me gritaste una vez: “Si no es con Dayana, que sea con la que sea, con la que te dé la gana, siempre y cuando sea una mujer”. Ella es una mujer. Fue una mujer que tú escogiste para mí.

— Deja de ser dramático, Bastián. Yo la escogí por esta noche, para que te hiciera hombre. Me alegra que lo hubiera hecho, pero no te vas a casar con ella.

Los hombres que estaban alrededor soltaron una pequeña risita. Entonces Amaranta entendió lo que Bastián estaba haciendo: lo único que quería era humillar a su padre, burlarse de él, y ella era la burla. Ella era el objeto en cuestión que generó que el poderosísimo Bruno Belmonte se enrojeciera de rabia y vergüenza.

— ¿Es lo que quieres, no? O si quieres, dejo a esta muchacha y me caso mañana mismo con el hombre que me cogió ayer en el mueble de tu habitación.

Ante tal descaro y burla, Bruno recortó la distancia que lo separaba de su hijo y le dio una cachetada en reversa con tanta fuerza que incluso Amaranta pudo sentir el golpe a través de su mano. Pero Bastián se rió.

— Sabía que no te gustaría esa idea. Entonces qué bueno que aceptes a Amaranta como tu nuera, porque me casaré con ella, te guste o no.

Y dicho esto, salió con Amaranta casi colgando del brazo de la habitación.

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