Una concubina para el CEO virgen.

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Capítulo 2 2.

El hombre no se inmutó, ni siquiera por la palidez del rostro de Amaranta. Simplemente le dio una pequeña palmadita en la mejilla y, cuando las puertas del elevador se abrieron, dio un paso al frente. Amaranta lo siguió con el corazón acelerado, golpeando con fuerza en la vena de su cuello.

— Ni siquiera tengo que explicarte qué es lo que tienes que hacer, ¿verdad?  — le dijo el hombre — . Una muchacha tan bonita como tú, viviendo en un barrio tan marginal como el ridículo de tu padre, debe estar más que acostumbrada a vender su cuerpo por cualquier moneda. Sabes lo que tienes que hacer: convierte a mi hijo en un hombre y entonces podrás saldar la deuda de tu padre.

Amaranta lo miró, realmente interesada.

— ¿Entonces si hago esto, esta noche saldará mi cuenta por completo? ¿La cuenta de papá?

El hombre la miró de los pies a la cabeza, como si considerara de verdad o no ser lo suficientemente buen benefactor como para hacerlo.

— Depende de lo buena que resultes para esto.

El hombre, muy seguro, la llevó por un pasillo largo y alfombrado, cuyas pisadas le daban un aspecto elegante. Pero incluso el sonido de sus pasos se ahogaba en los ecos inexistentes de aquel interminable pasillo insonoro. Cuando llegaron a la habitación, al final del pasillo, abrió la puerta y entró descaradamente.

— ¿Pasa algo?  — preguntó un hombre adentro.

Amaranta sintió que se le apretaban las tripas, como si todo el aire que tuviera en el interior se hubiese evaporado de repente al escuchar la voz del hombre con el que tendría que acostarse. Se suponía que aquel hombre pensaba que ya era una concubina, que ya se había entregado por dinero en otras circunstancias.

Pero ¿cómo podría Amaranta decirle que ni siquiera había perdido su virginidad? ¿Cómo podía quitarle la virginidad a un hombre cuando ni siquiera ella sabía cómo se sentía aquella experiencia?

— ¿Si pasa algo?  — le dijo el hombre desde la puerta hacia el joven que estaba en el interior — . Te traje una visita. Pero esta vez no será como las anteriores. Quiero que acalles de una vez esos rumores. Quiero que mi hijo sea un hombre de verdad.

El hombre en el interior soltó una carcajada.

— ¿Hombre?  — dijo para sí mismo — . ¿Te parece que eso es lo que me convertirá, solamente por acostarme con una de las prostitutas que siempre has traído a mi puerta? No seas tan ingenuo, papá. No necesito acostarme con ninguna mujer para saber bien lo que me gusta.

— ¡Eso es lo que diría un marica!  — le gritó su padre.

E incluso Amaranta dio un salto en su lugar.

— Vas a hacerlo ahora, vas a hacerlo ahora con esta muchacha o te juro que en serio voy a tomar represalias reales.

Estiró la mano hacia afuera, tomó con un poco de brusquedad del cuello a la joven y débil muchacha y la metió en el interior. A Amaranta le tomó un largo segundo que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Al principio no pareció percibir absolutamente nada en el interior, como si el lugar estuviera vacío.

Pero entonces, cuando una silueta difusa se movió, parpadeó un par de veces y…

— Enciende las luces, que pareces un vampiro  — le dijo su padre.

Estiró la mano hasta que tocó el interruptor junto a la puerta, y cuando las luces de la habitación inundaron el lugar, Amaranta se quedó paralizada en el sitio.

Nunca había visto una sola fotografía de él. Imaginó que el hijo de aquel empresario debería tener miles de fotografías, pero ella nunca se había fijado. Siempre había estado más preocupada en sobrevivir a su día a día que en las revistas de chismes.

Pero el hombre que tenía frente a ella era todo un espectáculo. Era el hombre más alto que había visto en su vida, con los hombros anchos y la cintura estrecha, con unas piernas portentosas que apenas cabían en el pantalón que le llegaba a la mitad de la pierna. Tenía la piel blanca, como la de un vampiro, y los ojos de un brillante color ámbar, casi amarillos, como los de un gato, que se posaron sobre su cuerpo y la estudiaron de los pies a la cabeza.

Amaranta se sintió observada, prácticamente desnudada, por la poderosa presencia del hombre que estaba sin camisa, mostrando unos fuertes pectorales y unos brazos que eran dos veces las piernas de la joven, que se contenía para no desmayarse en ese instante.

El hombre le apoyó una mano en la espalda, empujándola hacia adentro. Amaranta cayó arrodillada en el suelo.

— Si no escucho los gemidos en veinte minutos, ya sabes qué pasará.

— No entiendo por qué haces esto  — le preguntó el joven a su padre.

Amaranta pensó que no era relativamente joven: podría estar cercano a los treinta, tal vez un poco menos. Aun así, era estudiadamente atractivo, como un mármol pulido, como una estatua hecha a mano con décadas de trabajo. Incluso le pareció que aquellas fracciones perfectas podrían llegar a ser un poco irreales.

— Aquí no hay prensa, no hay espectáculo, nadie que confirme la poderosa heterosexualidad de tu estirpe. ¿Entonces qué ganas con esto?  — continuó preguntándole a su padre.

El hombre lo miró de los pies a la cabeza, como si observara a un bicho despreciable.

— Yo lo sabré. Sabré que es verdad. Y luego, poco a poco, convenceremos a los demás.

Tomó por el antebrazo a Amaranta para que lo mirara a la cara, y ella, desde abajo, observó al señor que la había comprado, que la había llevado allá como si fuese solamente un trozo de carne.

— Y tú serás muy complaciente con mi hijo. No tiene mucha experiencia, compórtate y tal vez pague la deuda de tu padre.

— ¿Tal vez?  — preguntó Amaranta.

Y él le sonrió con una perfecta hilera de dientes blancos.

— Ya veremos  — dijo, saliendo de la habitación y cerrando la puerta con fuerza.

Amaranta pudo escuchar el clic del seguro al otro lado. Los habían encerrado. Las luces cálidas de la habitación, junto con el fuego de la hoguera, le daban al hombre un aspecto mucho más intimidante. Se sentó en un amplio mueble, estirando las piernas, y observó a Amaranta detenidamente.

Ella se puso de pie y se abrazó a sí misma, sin saber muy bien qué hacer, qué era lo que debía hacer, se preguntó.

Pero entonces, el hombre lanzó un largo suspiro.

— Está bien  — le dijo — . Quítate la ropa.

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