



El osito de peluche
La puerta de la biblioteca se abrió y la luz del pasillo se coló por la rendija. Me separé de León como si me hubiera quemado, y noté cómo él daba un paso atrás, recomponiéndose en un instante.
Su rostro volvió a ser una máscara de profesionalidad, pero sus ojos... sus ojos seguían ardiendo mientras me miraban.
—¡Ah, aquí están! —exclamó mi madre al entrar—. Isabela, cariño, es hora de cortar el pastel.
—Claro, mamá —respondí, sintiendo que mi voz sonaba extraña, demasiado aguda.
—Los acompaño —dijo León con voz controlada, y esa maldita sonrisa educada que ahora sabía que era solo una fachada.
Salimos de la biblioteca y regresamos a la fiesta.
Durante el resto de la noche, cada vez que nuestras miradas se cruzaban, sentía que mi cuerpo se encendía. León mantuvo su distancia, pero no podía ocultar la intensidad con la que me observaba cuando creía que nadie lo notaba.
La fiesta terminó tarde. Los invitados se fueron marchando poco a poco. León se despidió de mí con un beso formal en la mejilla y un «Buenas noches, Isabela» que sonó demasiado correcto después de lo que había pasado en la biblioteca.
Ya en mi habitación, me quité el vestido y me quedé en ropa interior frente al espejo. El roce de sus dedos en mi muslo seguía ardiendo en mi piel. Estaba mojada, frustrada, necesitada. Las bragas de encaje estaban húmedas, y no era solo por el calor de la fiesta.
—Mierda... —murmuré, pasando mis manos por mi cuerpo.
Cerré los ojos e imaginé que eran sus manos las que me tocaban. Las manos grandes y fuertes de León Arévalo, recorriendo mi piel, apretando mis tetas, bajando hacia mi coñito.
Me tiré en la cama y miré el techo. La frustración me estaba matando. Necesitaba alivio, necesitaba correrme pensando en él.
Mi mirada se posó en el oso de peluche que tenía en la esquina de la cama. Era grande, suave y perfecto. Lo agarré y lo coloqué en el centro de la cama. Me quité las bragas y me dejé solo el sujetador.
Monté el peluche, colocándolo entre mis piernas. Su suavidad hizo que jadeara al primer contacto con mi coñito húmedo.
—León... —susurré, comenzando a moverme lentamente sobre el peluche.
Cerré los ojos y me dejé llevar por mi fantasía. León entrando a mi habitación en medio de la noche. Sus ojos verdes devorándome en la oscuridad. Su voz grave ordenándome que me quedara quieta.
Me froté más fuerte contra el peluche, imaginando que era su mano, su boca, su verga dura.
En mi mente, él se acercaba a la cama. Estaba completamente vestido, con ese traje que le quedaba tan bien. Yo estaba expuesta, vulnerable, mojada por él.
—Vas a hacer exactamente lo que te diga —decía en mi fantasía, con esa voz de mando que usaba en las reuniones de negocios.
—Sí... —gemí en la realidad, moviendo mis caderas más rápido sobre el peluche.
En mi mente, León se sentaba al borde de la cama y me ordenaba que me masturbara frente a él. Sus ojos no dejaban de mirarme mientras me tocaba.
—Más rápido —ordenaba—. Quiero ver cómo te corres para mí.
Obedecí, tanto en mi fantasía como en la realidad. Mis caderas se movían frenéticamente contra el peluche. Mi coñito estaba empapado, haciendo que la tela del peluche se humedeciera. La fricción era deliciosa, y el pensar que era León quien me ordenaba hacerlo lo hacía aún mejor.
—Por favor... —supliqué a la oscuridad vacía de mi habitación.
En mi mente, León se acercaba más, sus labios cerca de mi oído.
—Córrete para mí, Isabela —susurraba con autoridad—. Ahora. Y ni se te ocurra hacer ruido. No queremos que tus padres nos escuchen, ¿verdad?
Mi cuerpo entero se tensó ante la orden. Mis muslos apretaron el peluche con fuerza, mis caderas se movieron descontroladamente.
—Me corro... me corro... —jadeé, sintiendo cómo la tensión en mi vientre estallaba en olas de placer.
Apreté mi cara contra la almohada para ahogar mis gemidos mientras me corría con fuerza sobre el peluche. Mi cuerpo entero temblaba.
—Daddy... —escapó de mis labios sin control—. ¡Daddy!
La palabra flotó en la oscuridad de mi habitación, sorprendiéndome incluso a mí misma. Nunca había pensado en León de esa manera en específico, pero en el calor del momento salió naturalmente.
Mi orgasmo fue intenso y prolongado. Me corrí entre espasmos, agarrando las sábanas con fuerza, con mi coñito palpitando contra el peluche húmedo. Cuando finalmente terminé, me dejé caer sobre la cama, jadeando.
La realidad volvió lentamente. Mi habitación en penumbras. El peluche húmedo entre mis piernas. Mi cuerpo cubierto de sudor.
Me quité de encima del peluche y sentí la humedad entre mis muslos. Mis bragas, que había dejado a un lado, también estaban mojadas con mis fluidos.
Las recogí y las miré en la oscuridad. Un impulso me hizo llevarlas a mi nariz. Olían a sexo, a deseo, a mí.
—Algún día se las daré —murmuré, imaginando la cara de León al recibir mis bragas usadas, empapadas con mi excitación por él.
Guardé las bragas en un cajón especial de mi cómoda, donde tenía mis cosas más privadas. Las coloqué con cuidado, como un tesoro, un recuerdo de esa noche.
Me metí bajo las sábanas, desnuda y satisfecha, pero aún ansiosa por más. Por sentirlo de verdad dentro de mí.
—Pronto —me prometí mientras cerraba los ojos—. Pronto será mío.
Mientras me quedaba dormida, no podía dejar de pensar en cómo había salido ese «Daddy» de mis labios. Y en cómo me había excitado aún más al decirlo. ¿Le gustaría a León que lo llamara así? ¿Se pondría duro al escucharlo?
La próxima vez que estuviéramos solos, tal vez lo descubriría. La próxima vez, no dejaría que nadie nos interrumpiera.