Capítulo 6: Manual para desayunos incomodos.

Sabrina seguía repasando el menú como si alguna página extra le pudiera ofrecer respuestas existenciales. Frente a ella, Dorian fingía estar interesado en el vaso de agua. El silencio era tan espeso que podría haberse untado en las tostadas.

Internamente, Sabrina ya tenía una colección de comentarios sarcásticos dignos de ser bordados en servilletas de cafetería:

—“¿Y si pido algo que venga con instrucciones para sobrevivir días raros como este?”

Consideró romper el hielo con algo más tranquilo…

“Clara debió incluir una nota en la invitación: se recomienda mantener la calma antes y después del café.”

Pero justo cuando inhalaba para hablar…

—No creo que seas la persona indicada para esto —soltó Dorian, sin rodeos.

Sabrina quedó congelada, la respiración a medio camino.

Él hizo un gesto con las manos como quien moldea algo invisible.

—Mira, sé lo que tengo que hacer. No necesito que nadie me diga cómo dirigir, especialmente alguien que me mira como si fuera una plaga en su escritorio.

—Yo no...

—Sé que Clara tiene buenas intenciones —la interrumpió con voz firme—. Pero esto lo puedo manejar. Si ella pregunta cómo nos fue en el desayuno, diremos que todo salió perfecto. Aunque sea mentira. ¿De acuerdo?

Antes de que Sabrina pudiera reunir palabras suficientes para responder, él ya se levantaba de la mesa, recogiendo su saco.

—Ya no tengo apetito —añadió sin mirar atrás.

Y se fue.

Así. Como si el desayuno hubiera sido un trámite burocrático más.

Sabrina parpadeó, boquiabierta.

El tipo acababa de rechazar su apoyo, desestimar sus capacidades y huir del café con una actitud que ni siquiera el croissant podría digerir.

Tomó aire. Se levantó también. Iba a marcharse, con el orgullo palpitando fuerte en el pecho... pero justo cuando sus pies apuntaban a la puerta, su estómago gruñó como si dijera: “Tú haz lo que quieras, pero yo vine a comer.”

Suspiró. Se dio la vuelta y volvió a sentarse. Ni siquiera el bochorno podía vencer al hambre.

Instantes después, el camarero llegó con la bandeja y colocó el desayuno frente a ella. La escena parecía surreal: mesa para uno, croissants perfectamente dorados, jugo recién exprimido, y ella con cara de “¿cómo llegué a esto?”

Iba a tomar el primer sorbo de café cuando sonó el teléfono.

Era Mariana.

—¡Sabrina! Gracias por contestar. Estoy en caos. Hay una emergencia. ¿Puedes venir al salón? Se cayó parte de la decoración y el florista no aparece. No sé qué hacer.

—Tranquila —respondió ella enseguida, con tono firme y cálido—. Voy para allá. Ya mismo.

Colgó, inspiró y se preparó para ponerse en modo rescate… otra vez.

Justo cuando iba a levantarse, el camarero regresó.

—¿Desea que se lo empaquemos para llevar?

Sabrina miró la bandeja, luego su bolso, luego el reloj.

—Sí, por favor —respondió con tranquilidad—. No importa cómo haya empezado el día… el desayuno sigue siendo necesario.

El camarero asintió y comenzó a empaquetar los alimentos.

Mientras se ajustaba la chaqueta y guardaba el celular, Sabrina pensó:

“Será un largo día. Pero al menos yo no huí del café… y tampoco del problema.”

En otro lugar de la ciudad, Clara empujó suavemente la puerta de una habitación iluminada por una lámpara de mesa y una ventana abierta.

—Perdón por la tardanza. El tráfico estaba insoportable… pero traje desayuno —dijo mientras sostenía una bolsa de papel en una mano y su bolso en la otra.

La mujer recostada en la cama, de cabello gris bien recogido y mirada serena, alzó la vista con una sonrisa discreta.

—No te preocupes, querida. La que debería disculparse soy yo por hacerte venir tan de repente. Sé que con los cambios en tu oficina debes estar bastante ocupada. Y yo no tengo hambre, en realidad.

Clara colocó la bolsa sobre una pequeña mesa auxiliar y desplegó la bandeja de servicio.

—Aun así, debes comer algo. No voy a dejar que esta comida termine en la basura —respondió con tono amable pero firme, mientras comenzaba a desempacar los envases.

Suspiró suavemente, sin dejar de moverse.

—Yo, por mi parte, no voy a comer ahora. Después de aquí, tengo planeado desayunar con mi esposo.

La mujer bajó la mirada, con una mezcla de tristeza y resignación.

—¿Así que ya no me acompañarás?

Clara se detuvo. Su sonrisa habitual se tensó apenas mientras acomodaba los cubiertos.

—No deberías pedirme más de lo que ya acordamos —dijo con calma. No era una queja, pero tampoco una concesión. Había dignidad en su tono, y cierta incomodidad velada.

La mujer guardó silencio por unos segundos.

—¿Y cómo estuvo Dorian hoy?

Clara abrió los envases y comenzó a acomodar la comida con precisión.

—¿Crees que podrá con todo el trabajo?

Tardó unos segundos en responder. Y cuando lo hizo, aún evitaba el contacto visual.

—Es listo. No es la persona más intuitiva que conozco, y hay partes de su carácter que necesitan… bastante trabajo. Pero tiene algo. Y si el tiempo juega a su favor, tal vez nos demuestre que no nos equivocamos al confiarle el puesto.

Vertió jugo en un vaso, sin derramar ni una gota.

—Y no va a estar solo —añadió con tono más ligero, casi juguetón—. Por suerte… aquí no todo el mundo se asusta ante un reto.

La mujer alzó las cejas.

—¿Eso fue un elogio disfrazado?

Clara curvó los labios en una sonrisa discreta.

—No suelo desperdiciar los elogios. Igual que el desayuno.

La mujer tomó la bandeja, con movimientos lentos. Clara, ya lista para irse, ajustó su bolso sobre el hombro y caminó hacia la puerta.

—Nos vemos en unos días.

—Gracias por venir.

Clara inclinó apenas la cabeza, salió sin añadir nada más… y cerró la puerta tras ella.

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