Capítulo 4: Café, cambio y cinturones ajustados.

Sabrina sostenía su taza —vacía desde hacía más de media hora— mientras repasaba con la vista nublada una carpeta de proyectos sobre su escritorio. El aire acondicionado lanzaba ráfagas constantes que agitaban las esquinas de los documentos, pero lo que realmente le costaba ordenar eran sus propios pensamientos.

Dorian. Su jefe.

Volvió a leer por tercera vez el mismo párrafo de la planificación para la boda García–López, sin que una sola palabra se le quedara.

Justo en ese momento, Erick pasó caminando frente a su escritorio con una carpeta en la mano. Sabrina alzó la vista y lo detuvo con un gesto.

—¿Tú también sigues procesando esto? —preguntó en voz baja, mirando hacia la oficina de dirección con disimulo—. ¿No te parece que fue… repentino?

Erick se encogió de hombros, amable.

—Sí, inesperado. Pero no necesariamente malo. Hay que esperar. A veces, los cambios sacuden para bien.

Se inclinó un poco y le puso una mano en el hombro, en un gesto breve pero tranquilizador. Después se dirigió a su escritorio, justo unas estaciones más allá. Sabrina lo siguió con la mirada por un segundo y luego exhaló.

Con movimientos automáticos, empezó a reorganizar su espacio de trabajo. Enderezó los portapapeles, agrupó papelería, ajustó el monitor. Ordenar le ayudaba a respirar mejor. Tal vez Erick tenía razón. Tal vez no podía asumir que todo iba a salir mal. Aún.

Estaba acomodando unas notas sueltas cuando una voz familiar la sobresaltó.

—¿Muy concentrada o simplemente ignorándome?

Sabrina dio un respingo. Clara sonreía frente a ella con las llaves del auto colgando entre los dedos.

—¡Dios, me asustaste! —exclamó con una mano en el pecho—. Buenos días, Clara.

—Buenos días —respondió ella con tono chispeante—. ¿Estás bien?

Sabrina vaciló.

—Sí, solo… cansada. No he desayunado, creo que mi cuerpo está protestando.

Clara sonrió de inmediato, como si esa excusa le viniera de maravilla.

—¡Qué bueno!

Sabrina arqueó las cejas, confundida.

—Digo, no me alegra que estés sin desayunar —corrigió Clara, riéndose de sí misma—. Me alegra escucharlo porque… eso significa que puedes acompañarme a comer algo. Vamos, mi panza y yo necesitamos compañía.

—Claro. Me vendría bien un café que no acabe en mi blusa.

—¡Eso me encanta oírlo! —dijo Clara, girando sobre los talones—. Baja en diez al estacionamiento. Vamos en mi carro.

Cuando ya se había dado la vuelta, volvió de pronto, sacando algo de una bolsa de tela que llevaba al hombro.

—Ah, casi lo olvido… —dijo, tendiéndole una bolsa prolijamente doblada—. Es un cambio de ropa. Noté que estabas manchada durante toda la presentación de hace un rato. Y aún así, ni se te movió un pelo. Eso, mi querida, es admirable.

Sabrina quedó en silencio un segundo, conmovida por el gesto.

—Gracias, Clara. De verdad… gracias.

—Anda, ve a cambiarte. Pero no te tardes, ¿eh? Mi estómago no es paciente.

Unos minutos después, Sabrina cruzaba el estacionamiento, ya vestida con el conjunto limpio que Clara le había prestado. Se ajustó la blusa mientras bajaba los escalones y divisó a Clara junto a su auto, saludándola con una sonrisa y haciendo un gesto para que se apurara.

—¡Lista, puntualísima! —dijo Clara—. Sube, que el piloto y el copiloto están hambrientos —añadió, acariciando su pancita con ternura.

Sabrina sonrió y abrió la puerta trasera con naturalidad… y lo vio.

Dorian. Sentado junto a la ventana, con el cinturón ya abrochado. Él también levantó la vista al oír la puerta.

—¿Tú…? —dijo él, sorprendido.

“¿Cuántas veces más?”, pensó Sabrina, aguantando un suspiro mientras se acomodaba en silencio al otro lado.

Clara subió adelante y los miró por el retrovisor.

—Cinturones puestos, por favor. Ya bastante me basto con un pasajero inquieto aquí al frente —bromeó, palmeando su vientre.

El trayecto fue breve… pero movido.

Apenas salieron del estacionamiento, Sabrina notó que Clara manejaba como si estuviera compitiendo en una carrera de obstáculos con premio doble de panqueques. Aceleraba con entusiasmo, frenaba con decisión y tomaba las curvas con un entusiasmo que no coincidía del todo con su vientre de seis meses.

—Sujétense —murmuró Clara, alegre, girando sin señalizar—. ¡Atajo secreto activado!

Sabrina apenas alcanzó a afirmarse en el asa del techo del carro cuando el auto dobló bruscamente. Su hombro chocó contra el de Dorian.

—Perdón —susurró ella.

—No pasa nada —respondió él, sin mirarla.

Segundos después, otro giro sorpresivo. Esta vez fue él quien perdió ligeramente el equilibrio y se inclinó hacia su lado, rozándola de nuevo.

—¿Estás segura de que esto es un atajo? —preguntó Dorian, con una ceja levantada.

—¡Totalmente! Lo uso cada vez que me atraso cinco minutos… lo que es siempre —respondió Clara con orgullo.

Sabrina apretó los labios. Tenía la sensación de que, si extendía un dedo por la ventana, podía tomar impulso con el viento.

Al llegar al café, ninguno de los dos mencionó los tres choques involuntarios, los dos frenazos o el leve movimiento pendular que provocó que sus caderas se tocaran durante medio segundo.

Pero sí se bajaron del auto con esa expresión compartida de: “¿Sobrevivimos? Bien. Actúa normal.”

El día no había hecho más que empezar, pero ya se respiraba una tensión difícil de ignorar. Si el desayuno imitaba el trayecto, no había duda que la incomodidad sería el plato principal.

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