Cliente Especial

Pasó una semana desde que lo conocí en el hotel. Cuando sonaba el carrillón de la puerta, dejaba lo que hacía esperando que fuera él. Me hice la interesante y terminé histérica sin motivo; seguramente creyó que era una desquiciada.

Al menos comenzaron a llegar clientes nuevos, a pesar del desastre con la esposa de Pablo.

No le comenté nada a Clara; no por Pablo, sino por ella. ¿Le iba a describir cómo la mujer lo agarraba del brazo y se le pegaba; cómo con su esposa hacía apariciones públicas mientras a ella la escondía en un hotel de cuarta?

De todas maneras, me acribilló con preguntas.

—¿Cómo te fue? ¿Estaba?

—Me fue bien, ahora tengo clientes nuevos. Y sí, estaba. ¿Cómo no va a estar?

—¿Y? Al final, no me enviaste una sola fotografía —me veía con la cara entusiasmada, moviendo las manos como siempre que algo la emocionaba, como en la adolescencia, cuando el flaquito con el que salía le regalaba peluches.

—No tuve tiempo; él andaba por todos lados. Honestamente, me acordé, pero había tanta gente… —mentí.

No sé si ella se daba cuenta o fingía que no. Me dolía verla así, construyendo historias en su imaginación.

—Estaba muy contento. Dijo que el jefe lo felicitó y la inauguración fue algo nuevo y diferente —sonaba orgullosa.

Más tarde encontró las fotografías que habían tomado para las redes sociales de la empresa. No dijo nada, pero yo también las miré: salía Pablo en varias, con la esposa. Como con todo lo que lo relacionaba con su vida real, se hacía la tonta, se desentendía. Creo que hasta se disociaba.

Me convencí de que quería saber si me habían mencionado a mí y a Essenza; por eso me senté con el teléfono en mi estudio, entré en el perfil de Instagram del Grupo Romano y pasé de una imagen a otra.

¡Sí! Esperaba encontrarlo a él. Me desilusionó un poco que hubiera tan pocas. Todas del día de la apertura de algún hotel, y nada más. En la mayoría de ellas se veía igual que esa noche: elegante, formal… alto.

Pero me alcanzaron para meter mi mano en la ropa interior. Cerré los ojos e imaginé que eran sus dedos gruesos los que me recorrían, que se mezclaban con mi humedad y la esparcían. Metí un dedo, después otro, y cerré los ojos. Lo veía entre mis piernas, hundiendo su boca, jugando con la lengua. Si alguien hubiera entrado en ese momento, habría escuchado mis gemidos. Me excitaba pensarlo.

Aceleré el ritmo mientras me mordía la boca, casi llegaba, lo sentía en el vientre. Ese calor que se forma como una pelota que me hacía palpitar, mojarme más, decir su nombre. Quería que fuera él, que fuera su miembro bombeando dentro de mí, que me abriera y me penetrara como un animal.

El sonido del teléfono de la tienda me sacó de ese momento, sin acabar. Salí a responder, fastidiada.

—Hola.

—Hola, ¿Violeta? —¡Era él! Me puse nerviosa y me paré erguida. Esa voz…

—¿Enzo?

—Sí. ¿Cómo estás? ¿Estás ocupada?

—Bien, ¿tú? No, para nada. Esta tarde está todo medio muerto.

—No me olvidé del perfume; es que tuve una semana complicada. Estoy cerca ahora, ¿te parece si paso? Sé que es tarde, pero… —Era tarde, iba a cerrar en 15 minutos.

—¡Para nada! Ya cerraba, pero te espero —lo corté, apurada.

—¿Segura?

—Sí. Eres un cliente especial —quise morderme la lengua, sonaba desesperada. Escuché su carcajada. «Tierra, trágame», pensé.

—Bueno, gracias. En 10 minutos llego, entonces.

¿Lo pensé tan fuerte que lo llamé? Me dio gracia la idea.

El estudio era un desastre con los ingredientes de esa mañana, que ni siquiera acomodé. Mi mano era un desastre, mi ropa interior también. Me metí en la parte de atrás a juntar todo. «Cliente especial», repetí. El año de estar sola me había afectado la razón: ¿Desde cuándo me ponía ansiosa por un hombre? ¿Desde cuándo me tocaba en la parte de atrás de mi tienda con el celular en la mano, mirando una fotografía?

«Tienes que calmarte», me dije en voz alta. Habían pasado tantos días que me había persuadido de que lo del perfume fue solo una formalidad, una amabilidad de su parte. ¿Cómo iba a hacerlo? No lo sabía. Enzo ocupaba muchos de mis pensamientos desde la inauguración del hotel. Y era tan extraño. Me miró de una manera; o me estaba imaginando sin ropa o buscaba leerme.

Encendí las luces de afuera y bajé un poco la cortina metálica. Volví detrás del mostrador y me senté. Respiré profundo: al menos iba a disimular que su voz profunda y grave no me alteraba, que sus ojos no me perforaban el alma y no me moría por pasarle los dedos por el cabello canoso mientras él estaba entre mis piernas... «¡Por Dios, Violeta! ¡De nuevo vas a quedar como una estúpida!», solté entre dientes.

Escuché un auto estacionarse y lo vi. ¿Qué era? ¿Un Bugatti, un Aston Martin? Se parecía a esos coches deportivos de lujo que solo aparecen en fotos de futbolistas. Instintivamente, me llevé el cabello atrás de las orejas y me senté más derecha, simulé leer una hoja. Todas esas cosas que hacemos las mujeres para no quedar en evidencia.

Aun así, levanté un poco la mirada justo cuando él se bajó. Se me aflojaron las rodillas: estaba parado delante de la tienda, recorriendo todo. De repente, escuché un toc-toc-toc insistente. Estaba dándole golpecitos al piso con el pie. No podía pararlo.

¡Listo! Si ese hombre entraba y me ofrecía una semana de sexo sin compromiso a lo «Mujer bonita», le decía que sí. Gratis. Le pagaba yo a él. En esos 10 segundos, por mi cabeza pasaron todas las imágenes posibles: me cogía parada en la ducha, me la metía en la boca hasta que me ahogaba, me besaba los senos, me mordía los muslos. Todas.

Detrás de mi halo hormonal, había algo más. Lo sentí cuando lo conocí, aunque no sabía qué nombre ponerle.

El carrillón sonó, la puerta se abrió y, con su primer paso dentro de Essenza, ese pinchazo que sentía en el medio del pecho cada vez que pensaba en él, me atravesó el cuerpo.

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