



#4:
Aunque quería cambiar de habitación, no pude, todas estaban llenas. Incluso si quería una nueva compañera de cuarto, no tenía una, todas las chicas estaban aterrorizadas de mi dormitorio, ninguna se dignaba a entrar, incluso mis compañeras de clase me esperaban en la puerta cuando íbamos a salir del edificio del dormitorio y dirigirnos al hospital.
Los padres de Amalia empacaron todas sus cosas, solo quedó el mobiliario estándar del dormitorio, que por supuesto es propiedad de la universidad, en su lado de la habitación.
Durante el día, la realidad era más soportable, entre clases, prácticas y seminarios el tiempo volaba, pero por la noche, la soledad era opresiva. Especialmente si has experimentado verdaderos horrores, como yo...
Mirando el lado vacío de la habitación, la cama deshecha, la estantería que ya comenzaba a llenarse de telarañas, el siniestro armario, cuya puerta nunca parecía cerrarse completamente... sí.
No había nada extraño en el hecho de que cada vez que me presentaba a un turno nocturno llegaba con cara de mapache.
Había pasado la noche (como tantas otras veces) dando vueltas en la cama, temiendo que el fantasma de Amalia saliera de debajo de su cama y me agarrara los tobillos durante las primeras horas de la mañana.
—¿Noche mala? —comentó Lizet, una de mis compañeras de clase.
—La peor —respondí con un gruñido.
—¿Has considerado tomar pastillas para dormir? Podría ayudarte con el insomnio.
Comprimí mis labios. Lo único que podría haber ayudado a mi insomnio sería cambiar de habitación, pero era imposible.
—Lo pensaré —murmuré, mientras nos uníamos a la ronda médica.
El turno transcurrió sin problemas, hasta que a las tres de la mañana llegó una chica de dieciséis años con una condición abdominal aguda. El cirujano indicó las pruebas de emergencia correspondientes y me despertó de mi sueño tranquilo y pacífico, diciéndome con una sonrisa que necesitaba mi ayuda.
Me sentí importante, me sentí destacada.
Finalmente, alguien vio mis cualidades y las resaltó.
Subí al quirófano llena de emoción, feliz y orgullosa de mí misma, el cirujano y dos residentes me esperaban (un residente es un médico que ya se ha graduado y está estudiando para convertirse en especialista), el profesor me sonrió dulcemente y me preguntó si sería tan amable de ir al laboratorio y traerles los resultados de las pruebas de la paciente, todavía la estaban anestesiando, así que la operación tardaría un poco.
Ni corta ni perezosa, bajé (en ese momento el ascensor nunca funcionaba) y me dirigí por el pasillo oscuro y lúgubre en dirección al laboratorio, que, casualmente, estaba justo enfrente de la morgue.
Me faltaban al menos cuatro esquinas cuando escuché pasos detrás de mí. Me giré y mi vida se congeló. A solo cincuenta metros de mí había alguien de pie. Era imposible ver su rostro porque llevaba un abrigo negro con una capucha que le cubría toda la cara. Al principio pensé que era un paciente que se había perdido o algo así, pero luego levantó su mano izquierda, y la tenue luz del pasillo hizo que el filo de un cuchillo brillara.
«¿Qué es esto, el primer episodio del infierno hospitalario?» pensé.
En verdad, estaba a punto de regañar al tipo por su broma enferma, pero luego recordé que había un asesino suelto, noté que el filo del cuchillo era bastante real, e hice lo que cualquiera haría en mi lugar. ¡Corrí!
Aterrorizada y ciega, huí. Como un alma llevada por el diablo, como un murciélago salido del infierno. Probablemente establecí un nuevo récord en los cuatrocientos metros, ni siquiera Usain Bolt corrió tan rápido.
Llegué a la puerta del laboratorio clínico y golpeé desesperadamente la madera, no una ni dos veces, sino quince veces.
Las puertas se abrieron y, a pesar de las protestas de la trabajadora del laboratorio, entré en ese refugio, que, aunque apestaba a desinfectante y reactivos bioquímicos, me ofrecía la única salvación posible, y cerré la puerta detrás de mí.
—¿Qué demonios...? ¿Estás loca? —gritó la mujer regordeta, enrojeciendo furiosamente.
Yo temblaba como una hoja en otoño, y también sudaba frío. No sé cómo no me desmayé, primero del susto y luego del alivio.
—Oye, ¿qué crees que estás haciendo? —preguntó la técnica de laboratorio, ajena a mi situación.
—Mi... mi compañera de cuarto, ella está... m... muerta —balbuceé—. La asesinaron, y... alguien acaba de...
Me mordí el labio para evitar que temblara.
La trabajadora del laboratorio abrió los ojos tanto que pensé que se le saldrían de la cara. Juro que incluso se puso pálida.
—¿Quieres decir... que alguien ha intentado...? —susurró.
—Era un hombre y tenía un cuchillo en la mano.
Ni corta ni perezosa, la mujer se llenó de aire, me pareció que se puso aún más roja, dio unos pasos, agarró un palo que estaba cerca y me miró con una expresión decidida.
—Llevo esto porque me estoy divorciando —me explicó—, mi idiota ex no entiende que está mal estar conmigo y con otras dos chicas al mismo tiempo, intentó asustarme, pero bueno... —sonrió con picardía.
Le devolví una sonrisa débil. De repente, recordé a lo que había venido.
—Perdón, hmm... vine por los resultados de las pruebas de la paciente con apendicitis.
—Aún no están listos, tardarán otros diez minutos. Pero, en cuanto estén listos, te acompañaré de vuelta al quirófano.
A estas alturas, seguramente estarás pensando... ¡vaya, dos por el precio de una! ¡El asesino las sorprenderá en un pasillo oscuro y dejará una pintura impresionista con la sangre, las tripas y las cabezas de ambas!
Eh, no.
Carmen, así se llamaba la técnica de laboratorio, me acompañó de vuelta al segundo piso y al quirófano con iguales dosis de miedo y precaución. Por suerte, no encontramos al tipo con el cuchillo, los pasillos estaban desiertos y oscuros, como si nada hubiera pasado. Le di mil gracias por ser una mujer tan valiente y ella volvió a su trabajo.
Al final, se llevó a cabo la operación. Fue la primera vez que vi una apendicectomía y rezo a Dios que sea la última.
El cirujano hizo una pequeña incisión en la región inferior derecha del abdomen de la paciente, insertó su mano enguantada en el cuerpo de la chica y sacó sus intestinos de su interior.
Revisó meticulosamente sección por sección del órgano digestivo, hasta que encontró el apéndice, ennegrecido, inflamado y purulento, procediendo a extirparlo con alegría. Luego insertó los intestinos de la chica de nuevo y suturó la herida.
Una hora antes, había sido perseguida por medio hospital por un asesino rabioso, y sin embargo, encontré la operación de apendicitis mucho más asfixiante y aterradora.
También fue muy especial, porque pasé todo el tiempo que duró el procedimiento, sosteniéndome de la lámpara del techo, suspendida de ella como un mono araña, porque un tornillo se había aflojado y estaba iluminando torcidamente.
¿Qué más puedo decir? Ya dije que me sentía importante, destacada y orgullosa de mí misma.