



Capítulo 4 Olvida el pasado
En el ascensor, Matthew y Samantha estaban en shock, y Samantha no podía dejar de llorar.
Matthew no dijo una palabra, solo soltó un suspiro pesado.
Mientras las puertas del ascensor se cerraban lentamente, la mirada decidida de Isabella se quedó en su mente.
De repente sintió que podría haber cometido un gran error.
Después de su chequeo, Isabella regresó a su habitación del hospital.
Desempacó las bolsas que Charlie le había tirado. Ella y Samantha solían ser inseparables, compartiendo todo, incluso comprando atuendos a juego.
Pero ahora, Samantha la estaba tratando así.
Los recuerdos inundaron su mente. Había sospechado algo entre Samantha y Matthew antes, pero no quería creerlo.
Abrió su maleta y sacó sus pertenencias una por una—ropa, zapatos, maquillaje... Cada artículo llevaba recuerdos de ella y Samantha.
Tiró todo a la basura, lista para despedirse del pasado.
—¿Necesitas ayuda, querida?— Isabella se giró al escuchar una voz amable. Una anciana con una sonrisa gentil la miraba.
Isabella había estado tan concentrada en tirar cosas que no había notado que el suero en su mano estaba haciendo que su sangre fluyera hacia atrás.
Las buenas acciones sí son recompensadas. Esta anciana, Zoe Landon, era su compañera de cuarto, justo en la cama de al lado.
Esa noche, Isabella charló con Zoe hasta quedarse dormida, solo para soñar nuevamente con esa fatídica noche.
Isabella se despertó sobresaltada, con el corazón latiendo con fuerza, sus pijamas empapados de sudor frío. Había soñado con Sebastian otra vez, su mirada fría e implacable la asfixiaba.
—¿Tuviste una pesadilla? Pareces aterrada— preguntó Zoe con curiosidad.
—Soñé con mi jefe— susurró Isabella, con las mejillas sonrojadas.
—¿Tu jefe es muy estricto?— Zoe parecía ansiosa por charlar.
Isabella no encontraba las palabras. ¿Era Sebastian estricto? No exactamente, pero esa noche la había dejado en un torbellino, sin saber cómo responder.
Justo entonces, la puerta de la habitación se abrió, y una figura alta se perfiló contra la luz.
Las pupilas de Isabella se contrajeron, su mente se quedó en blanco.
¡Era Sebastian!
¿Qué hacía él aquí?
—Abuela, vine a verte— la voz de Sebastian era baja y suave, un marcado contraste con su habitual tono severo.
—Sebastian, entra— Zoe sonreía de alegría.
Isabella deseaba desaparecer. ¡Jamás imaginó que Sebastian fuera el nieto de Zoe!
El mundo era demasiado pequeño, lo suficiente para que su pesadilla se convirtiera en realidad.
Se envolvió rápidamente en su manta, tratando de bloquear el mundo que la estaba poniendo tan ansiosa.
—Esta joven tuvo una pesadilla sobre su jefe y se asustó mucho— Zoe señaló la cama de Isabella, sonriendo a Sebastian.
La mirada de Sebastian se posó en la manta envuelta, sus ojos profundos.
—Abuela, te traje sopa de costilla— dijo Sebastian, colocando un termo en la mesa de noche de Zoe.
—Eres un buen chico. Sebastian, ¿por qué no compartes un poco con esta joven? No es fácil para una chica estar sola en el hospital— sugirió Zoe, señalando a Isabella.
Isabella se sentía como si estuviera siendo asada sobre un fuego. Quería negarse, pero su garganta se sentía bloqueada y no podía hablar.
—Claro— accedió Sebastian.
Abrió el termo, sirvió un tazón de sopa y caminó hacia Isabella.
Isabella sintió que el aire se volvía denso, cada respiración se hacía más difícil.
Cerró los ojos con fuerza, repitiendo en silencio, 'Vete, vete.'
—Levántate y toma algo de sopa —la voz de Sebastián ordenó desde arriba, sin dejar espacio para la negativa.
El cuerpo de Isabella tembló. Sabía que no podía escapar.
Lentamente, asomó la cabeza desde debajo de la manta, su rostro tan rojo como un tomate maduro, sus ojos mirando a todas partes menos a Sebastián.
—Gracias —dijo, tomando el tazón. Sus dedos rozaron la mano de Sebastián, y se retiró como si hubiera recibido una descarga.
Sebastián observó su reacción de pánico, sus ojos inescrutables.
—¿Tienes miedo de tu jefe? —preguntó de repente.
El corazón de Isabella dio un vuelco. Miró a Sebastián rápidamente, luego bajó la mirada de nuevo.
—No —negó, su voz temblorosa, claramente poco convincente.
Sebastián no dijo nada, solo la miró, como si examinara un objeto intrigante.
La habitación estaba inquietantemente silenciosa, el único sonido era el feroz latido del corazón de Isabella.
Sentía que la mirada de Sebastián la desgarraba. Revolvía la sopa sin rumbo, tratando de ocultar su agitación interna.
—¿Has visto esto antes? —Sebastián sacó algo de su bolsillo de repente.
Los ojos de Isabella se posaron en la pulsera, su rostro palideció, su corazón se aceleró.
¿Sabía él algo?
—No —Isabella trató de mantener su voz firme, ocultando su secreto.
La mirada penetrante de Sebastián parecía atravesarla.
Isabella se sentía como un ratón acorralado por un gato, temblando sin escape.
Su teléfono sonó, rompiendo el silencio sofocante.
Isabella lo agarró como un salvavidas.
Era Vanessa llamando.
—Isabella, ¿sabías que el señor Landon visitó a su abuela en el hospital hoy?
El corazón de Isabella se hundió. ¿Cómo lo sabía Vanessa?
—No lo sabía —respondió Isabella.
—¿De verdad? Escuché que parece particularmente preocupado por una cierta chica hospitalizada —el tono de Vanessa era inquisitivo.
—Vanessa, ¿qué estás tratando de decir? —preguntó Isabella directamente.
—Solo un recordatorio, el señor Landon no es alguien con quien debas meterte —el tono de Vanessa se volvió frío.
Isabella quería decir más, pero Vanessa colgó.
Isabella dejó su teléfono, sintiéndose agotada.
Las palabras de Vanessa fueron como una ducha fría, apagando la esperanza que tenía de reconocer la pulsera.
Había una brecha insuperable entre ella y Sebastián.
Pero, ¿qué podía hacer? Esa noche, esa pulsera, eran como una maldición de la que no podía escapar.
No sabía qué haría Sebastián a continuación ni cuánto tiempo podría mantener su secreto.
Isabella miró a Sebastián. Él estaba mirando por la ventana, la luz del sol destacando su perfil perfecto, sus emociones inescrutables.
Este misterioso Sebastián tanto la asustaba como la atraía.
Isabella bajó la cabeza y sorbió la sopa. Estaba deliciosa, pero no podía saborearla.
Su mente era un lío enredado, imposible de desenredar.
—¿Qué pasa? Te ves pálida —la voz de Sebastián estaba de repente cerca, llena de preocupación.
—¿Quién estaba en el teléfono?
Isabella saltó, sacudiendo rápidamente la cabeza. —Solo una llamada de acoso.
Trató de restarle importancia, pero la mirada de Sebastián se quedó en su rostro, como si intentara leer sus pensamientos. Finalmente, no dijo nada y se fue.
Afuera, había comenzado a llover. Las gotas de lluvia golpeaban contra la ventana, creando un ritmo relajante.