Capítulo 5 – El beso que no debió suceder
El ambiente en la universidad seguía cargado de rumores. No había pasillo en el que no se escucharan susurros, risas disimuladas y comentarios a sus espaldas. Aunque nadie mencionaba ningún nombre directamente, intuía que alguien quería hacerle daño.
«Dicen que el profesor Cruz tiene a alguien...».
«Debe de ser una de las nuevas...».
«¿Te imaginas tener algo con él?».
«Qué suerte...».
Suerte. Si supieran lo que es convivir con Alejandro en la misma casa, bajo su mirada constante, sus reglas estrictas, sus silencios tensos... seguro que no lo llamarían suerte. Era un tormento. Uno que se volvía más insoportable cada día.
—El profesor, deberías tener cuidado —me dijo Mariana al salir de clase—. Si los rumores continúan, podrías meterse en un problema.
—No hay nada, son solo rumores... —contesté de inmediato, casi con rabia.
—¿Segura? —preguntó, mirándome con unos ojos que parecían ver más de lo que quería mostrar.
No respondí. Solo apreté la mochila contra mi pecho y me alejé, deseando huir de todo.
Regresé a la mansión con un nudo en el estómago. El coche en la entrada me confirmó que Alejandro ya estaba en casa. Intenté escabullirme directamente a mi habitación, pero me lo encontré en la sala revisando unos documentos.
—Valeria —me llamó con esa voz grave que no admitía réplica—. Ven aquí.
Me detuve en seco y me di la vuelta.
—¿Qué?
—Siéntate.
Me dejé caer en el sofá frente a él, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Los rumores en la universidad se están saliendo de control —dijo sin rodeos.
—¿Y qué quieres que haga? Yo no los he empezado.
—No importa... Quizás alguien quiere perjudicarme.
—Eso no es mi problema —lo interrumpí con ironía. —Necesito hacer la tarea.
Él me sostuvo la mirada. Se instaló entre los dos un silencio espeso. Y entonces, sus palabras me atravesaron como un rayo.
—Estoy preocupado, Valeria...
Me quedé sin aire. Mis labios se entreabrieron, pero no salió ningún sonido. Sentí que todo el oxígeno de la sala se evaporaba y que el mundo entero se reducía a su mirada oscura y penetrante.
—Alejandro... —susurré, apenas audible.
Él dejó los documentos a un lado y se levantó. Caminó hacia mí lentamente, como un depredador que se acerca a su presa. Di un paso atrás hasta quedar atrapada contra el respaldo del sofá. Su sombra me envolvía.
—Valeria —dijo con voz ronca—, tienes que dejar de provocarme.
—Yo no te provoco, ¿de qué hablas? —Mentí, aunque ambos sabíamos la verdad.
Se inclinó aún más, quedando a centímetros de mí. Podía sentir su respiración en mi rostro y el calor de su cuerpo quemando el espacio que nos separaba.
—Eres un peligro —murmuró.
Y entonces sucedió.
Sus labios chocaron contra los míos en un beso brusco e intenso, cargado de todo lo que habíamos reprimido. Fue un beso prohibido y desesperado, como si ambos hubiéramos estado conteniéndonos durante demasiado tiempo.
En lugar de empujarlo, mis manos se aferraron a su camisa con fuerza. Su mano sujetó mi nuca, atrayéndome más hacia él y profundizando el beso.
El mundo desapareció: no había rumores, ni moral, ni pasado. Solo él y yo, consumidos por un fuego que no debería existir.
Cuando finalmente se apartó, ambos jadeábamos con la frente pegada.
—Esto no debería haber pasado —dijo con voz temblorosa, como si intentara convencerse a sí mismo.
Yo apenas podía hablar.
—Lo sé.
Nos miramos en silencio, conscientes de la línea que habíamos cruzado. Una línea que jamás podríamos deshacer.
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Los días posteriores al beso fueron un suplicio silencioso. Alejandro fingía que nada había sucedido, pero yo lo veía en sus ojos: ese recuerdo lo perseguía tanto como a mí.
En clase mantenía las distancias con su voz grave y firme, como si nada le afectara. En casa apenas me dirigía la palabra, más allá de lo estrictamente necesario.
Era como si se hubiera puesto una coraza más gruesa, decidido a borrar aquel instante de debilidad. Pero yo no podía.
Sin embargo, la tensión estalló en la noche.
Había decidido bajar al salón después de cenar. No podía dormir y el silencio sepulcral de la mansión me resultaba insoportable. Caminé descalza hasta el bar que mi madre había decorado en su día, pero que ahora parecía un rincón olvidado.
Me serví una copa y le eché un poco de vino. No era algo que soliera hacer, pero necesitaba sentirme viva, romper las reglas, aunque solo fuera un poco.
—¿Y quién te ha dado permiso para eso? —La grave voz de la alejandro me dejó paralizada.
Me giré y lo vi: estaba apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos y la mirada fija en mí. Solo llevaba puesta una camisa blanca ligeramente desabrochada y unos pantalones negros. El contraste entre su ropa informal y su porte imponente me dejó sin aliento.
—No necesito tu permiso —dije, intentando sonar desafiante.
Se acercó lentamente, con pasos firmes que resonaban en la madera.
—Eres menor para beber.
—Tengo diecinueve años.
—Todavía eres una niña.
—No lo soy—. Di un sorbo de vino, lo miré directamente a los ojos y dije:
—Y lo sabes.
El silencio se volvió espeso. Alejandro me arrebató la copa de la mano y la dejó sobre la mesa. Su cercanía me mareaba más que el alcohol.
—Valeria —dijo en un susurro ronco—, no sabes en lo que te estás metiendo.
—Explícamelo, entonces. —Mis palabras salieron temblorosas, pero cargadas de desafío.
Él apretó la mandíbula, como si luchara contra sí mismo. De repente, me atrajo hacia él atrapando mi muñeca con firmeza. Tropecé y mi cuerpo chocó contra su pecho.
El contacto fue eléctrico. Su calor me envolvió y el aire entre nosotros desapareció.
—Eres un problema —murmuró, tan cerca de mi oído que podía sentir el roce de sus labios.
Mi respiración se aceleró.
—¿Y qué vas a hacer al respecto?
No respondió con palabras. Su otra mano se deslizó por mi espalda, presionándome más contra él. Mis manos, como si tuvieran vida propia, se aferraron a su camisa, sintiendo la tensión de sus músculos bajo la tela.
Nuestros labios se encontraron de nuevo, esta vez sin brusquedad, sino con una pasión contenida que estalló al liberarse.
El beso fue profundo y desesperado, un choque de lenguas y respiraciones entrecortadas que hicieron que olvidara quiénes éramos y lo que estaba prohibido.
Noté cómo su mano subía lentamente por mi costado hasta rozar el borde de mi blusa. El contacto me arrancó un gemido ahogado contra su boca. Él respondió con un gruñido bajo, como si estuviera perdiendo el control.
De pronto, me levantó con rapidez y me sentó sobre la barra del bar. El frío del mármol contrastaba con el ardor de su cuerpo contra el mío. Sus manos rodearon mis caderas, aferrándome como si nunca fuera a soltarme.
Lo besaba con una necesidad que me consumía; mis dedos estaban enredados en su cabello y lo tiraba hacia mí. Sus labios bajaron por mi cuello, dejando un rastro de fuego en cada roce.
—Alejandro... —susurré, temblando entre sus brazos.
Él se detuvo de golpe, respirando con fuerza. Se apartó lo justo para mirarme a los ojos.
—Esto no puede continuar —dijo con la voz ronca, como si le costara mucho decirlo.
—Ya empezó —respondí sin poder evitarlo.
El silencio se cargó de tensión. Su frente se apoyó en la mía, como si estuviera luchando contra sus propios demonios.
—Eres mi perdición, Valeria.
Quise decirle que no me importaba, que ya no podía resistirme, que lo quería, aunque estuviera mal. Pero, antes de que pudiera responder, él se apartó bruscamente, alejándose varios pasos.
—Vete a tu habitación. Ahora.
Me quedé sentada en la barra. Mis labios ardían, mi cuerpo entero clamaba por él.

























