PROHIBIDO AMARTE: Mi padrastro, mi pecado

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Capítulo 3 – Líneas que no deberían cruzarse

El lunes amaneció con un cielo despejado que contrastaba con mi estado de ánimo. Me vestí con desgana, eligiendo unos vaqueros rotos y una blusa negra.

No era un uniforme, pero sabía que a Alejandro no le gustaba verme desaliñada. Y, en el fondo, quizá lo hacía adrede.

Bajé a desayunar y lo encontré, como siempre, impecable, revisando documentos en su laptop mientras bebía café. Ni siquiera levantó la vista cuando me senté frente a él.

—Llegas tarde —dijo sin emoción.

Rodé los ojos.

—No tenía idea de que desayunar aquí tenía horario.

—Todo en esta casa tiene horarios. —Finalmente levantó la mirada y me observó con severidad—. Y en la universidad también. Si piensas llegar tarde a mis clases, mejor empieza a cambiar de hábitos desde ahora.

Sentí la sangre hervirme.

—No pienso seguir tus estúpidas reglas. No en tu casa y mucho menos en la universidad.

Él dejó la taza con calma sobre la mesa, se inclinó hacia delante y habló en un tono tan bajo que me puso la piel de gallina.

—Vas a seguirlas, Valeria. Porque si no, te aseguro que haré tu vida mucho más difícil de lo que imaginas.

Lo miré con rabia, pero también con una mezcla peligrosa de nervios y algo que no quería admitir: atracción.

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En el campus, fingí que no me importaba verlo entrar al aula con paso seguro, llevando bajo el brazo una carpeta y vistiendo un traje gris oscuro que resaltaba aún más su porte imponente.

Varias chicas susurraban a mi alrededor comentando lo atractivo que era el profesor Cruz. Yo apreté los puños bajo el escritorio.

—Buenos días —saludó con una seriedad, que retumbó en las paredes como un eco.

Todos respondieron al unísono con un «Buenos días, profesor». Yo permanecí en silencio, desafiándolo con la mirada.

Él pasó lista, y cuando pronunció mi nombre, lo hizo con un énfasis que nadie más notó, pero que a mí me atravesó como una daga.

—Valeria Montenegro.

—Presente —respondí seca, sin apartar la vista de él.

Durante la clase, no podía concentrarme. No era por la asignatura, sino porque, cada vez que Alejandro caminaba por los pasillos del aula, su perfume, una mezcla de madera y especias, me envolvía.

Además, cada vez que se inclinaba para escribir en la pizarra, su silueta me resultaba muy atractiva.

Me aborrecía por pensar en eso. Intentaba convencerme de que solo lo observaba porque lo detestaba, porque buscaba errores en su fachada perfecta. Pero la verdad era que mi cuerpo reaccionaba a su presencia de formas que no podía controlar.

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Al terminar la clase, salí apresurada, decidida a evitar cualquier conversación con él. Pero lo escuché llamarme en el pasillo.

—Valeria.

Me detuve a regañadientes y me giré.

—¿Qué quieres?

—Necesito hablar contigo sobre tu rendimiento.

—¿Mi rendimiento? ¡Si es la primera clase!

—Justamente. No prestaste atención, no participaste, y tu actitud es inaceptable.

Lo miré con incredulidad.

—¿Inaceptable? ¿Me vas a poner una sanción por no sonreírte?

Su mandíbula se tensó.

—Voy a exigirte lo mismo que a todos. Ni más, ni menos.

—¿Y en casa también me vas a dar calificaciones? ¿Vas a ponerme un cero si no ceno a las ocho en punto?

Me acerqué a él, demasiado cerca, retándolo. Sentía la adrenalina recorrerme, mezclada con una emoción peligrosa.

Alejandro bajó la voz.

—Ten cuidado, Valeria. Estás jugando con fuego.

Su mirada me atravesó, y por un instante el aire se volvió pesado. El pasillo estaba lleno de estudiantes, pero yo solo podía sentirlo a él, tan cerca que bastaba un paso más para que su cuerpo rozara el mío.

Mi respiración se aceleró sin que pudiera evitarlo. Y en ese segundo, lo vi dudar. Vi cómo sus ojos bajaban fugazmente a mis labios antes de apartarse bruscamente.

—Nos vemos en casa —dijo con voz firme, dándome la espalda.

Yo me quedé clavada en el suelo, con el corazón a mil y las piernas temblando.

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En el silencio de la madrugada, El pánico me invadió por un segundo y la tensión alcanzó un nuevo nivel.

Me encontraba en la biblioteca de la mansión, fingiendo estudiar. Pero en realidad, mis pensamientos giraban alrededor de lo ocurrido en el pasillo. ¿Había imaginado que me miraba de esa forma? ¿O realmente había deseado besarme?

El chasquido de la puerta al abrirse me hizo sobresaltarme. Alejandro entró, con la chaqueta colgada del brazo y el rostro cansado, aunque aún imponente.

—¿Qué haces despierta? —preguntó, mirándome de reojo.

—Estudiando —mentí, cerrando el cuaderno de golpe.

Se acercó lentamente, hasta quedar frente al escritorio donde yo estaba sentada.

—No parecías muy concentrada en clase.

—¿Ahora vas a darme lecciones extra aquí también? —lo reté.

Él apoyó las manos sobre la mesa, inclinándose hacia mí. Su sombra me envolvió y su cercanía me dejó sin aire.

—Te advertí que no me desafiaras.

Lo miré fijamente, con el corazón latiendo desbocado.

—¿Y qué vas a hacer si lo hago?

El silencio se volvió insoportable. Podía escuchar mi propia respiración, rápida y descontrolada. Él estaba tan cerca que bastaba con que yo me inclinara un poco para que nuestros labios se rozaran.

Y por un segundo, lo sentí: el impulso en su mirada, la chispa contenida, el deseo que luchaba contra la razón.

Pero entonces, Alejandro se apartó de golpe, como si la sola idea fuera un pecado imperdonable.

—No vuelvas a provocarme —dijo con voz ronca, y salió de la biblioteca sin mirar atrás.

Me quedé allí, temblando, con las manos sudorosas y el corazón a punto de estallar.

No sabía qué me asustaba más: el odio que creía sentir por él… o lo mucho que deseaba seguir provocándolo.

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