PROHIBIDO AMARTE: Mi padrastro, mi pecado

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Capítulo 1 – El día en que todo cambió

El sonido de las campanas de la iglesia retumbaba en mis oídos como un eco lejano, marcando un ritmo que no coincidía con los latidos desbocados de mi corazón.

Afuera, la lluvia caía con fuerza, golpeando los ventanales como si el cielo entero llorara la misma pérdida que yo.

Delante de mí, el ataúd de madera clara estaba cubierto de lirios blancos, las flores favoritas de mi madre.

El perfume dulce se mezclaba con el incienso, envolviendo el ambiente en un aroma sofocante que me hacía sentir que apenas podía respirar.

No lloraba. No porque no quisiera, sino porque las lágrimas simplemente se me habían agotado.

Desde que me dieron la noticia del accidente, una especie de vacío se instaló en mi interior, como si alguien hubiera arrancado de raíz mi alma y me hubiera dejado hueca.

Tenía diecinueve años. Y me había quedado sola en el mundo.

A mi lado, algunas voces murmuraban condolencias, frases repetidas, huecas, que no lograban atravesar la barrera de mi dolor.

«Lo siento mucho», «tu madre era una gran mujer», «ahora descansa en paz…»

Eran palabras que rebotaban en mis oídos sin sentido. Y entonces, mi mirada se encontró con él.

De pie, frente al altar, estaba Alejandro. Mi padrastro. Vestía un traje negro impecable, la corbata perfectamente anudada, y su rostro, serio y pétreo, no mostraba ni una grieta.

No temblaba, no lloraba, no mostraba ningún signo de emoción. Era la encarnación de la serenidad.

La gente lo miraba con respeto, como si él fuera el que más lo estaba pasando mal, como si su entereza fuera admirable. Pero a mí me hervía la sangre.

Lo odiaba. Odiaba esa calma, esa frialdad, esa manera de recibir las condolencias con un apretón de manos y un leve asentimiento, como si hubiera ensayado el papel del viudo perfecto.

Yo quería verlo roto, devastado, de rodillas como yo lo estaba por dentro. Quería verlo humano. Pero Alejandro parecía hecho de mármol.

—Valeria —su voz grave me sacudió de golpe—. Es hora de irnos.

Me volví hacia él, con los ojos ardientes por la rabia. ¿Irnos? Apenas acababan de cerrar la lápida y él ya hablaba de marcharse, como si todo fuera un trámite más en su agenda.

—No voy a vivir contigo —le escupí, con un hilo de voz que temblaba entre la furia y la desesperación.

Sus ojos grises se clavaron en mí. No había enojo en ellos, tampoco compasión. Solo firmeza, una dureza que no admitía réplica.

—No tienes opción. Tu madre lo dejó escrito en su testamento. Estoy a cargo de ti hasta que seas independiente.

Era una sentencia. Una cadena invisible que se cerraba a mi alrededor.

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La mansión Cruz se alzaba imponente al final de una larga avenida privada, rodeada de altos muros de piedra y árboles perfectamente podados.

La conocía de visitas pasadas, cuando mi madre aún vivía, pero nunca había pasado más de una tarde allí. Ahora, la perspectiva de dormir entre sus paredes heladas me hacía sentir atrapada.

Las puertas de hierro se abrieron automáticamente al paso del automóvil negro que Alejandro conducía.

Yo me encogí en mi asiento, observando cómo el camino empedrado nos llevaba hasta la entrada principal.

Dos columnas blancas daban la bienvenida, sosteniendo un pórtico elegante que parecía sacado de una revista de arquitectura.

Al bajar, una ráfaga de viento frío me golpeó. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía gris, igual que el edificio frente a mí.

—Bienvenida a tu nuevo hogar —dijo Alejandro, con un tono que no sonaba a bienvenida en absoluto.

Entramos al vestíbulo. El mármol blanco relucía bajo la luz de las lámparas de araña. Cuadros de paisajes colgaban de las paredes, cada cosa en su lugar, perfecto, ordenado y vacío.

No había ni un solo rastro de mi madre. Ni una foto, ni un recuerdo, nada que gritara que ella había vivido allí.

El eco de mis pasos me hizo sentir como una intrusa en un museo.

—Señorita —una mujer uniformada apareció enseguida, inclinando la cabeza—. Su habitación está lista.

Asentí en silencio, siguiéndola por la amplia escalera que conducía al segundo piso. Alejandro caminaba detrás, como una sombra que no podía sacudirme.

Al entrar en la habitación, me encontré con un espacio impecablemente decorado. Cama amplia con sábanas blancas, un escritorio nuevo, cortinas de terciopelo en color beige.

Todo perfectamente dispuesto, como si hubiera sido diseñado por un decorador de interiores. Y, sin embargo, no había vida. No era mi cuarto.

Solté mi pequeña maleta en el suelo y comencé a sacar mis cosas. Mis jeans doblados, mis camisetas arrugadas, mis pocos libros. Cosas normales que contrastaban con aquella perfección asfixiante.

No escuché que la puerta se abriera hasta que lo vi. Alejandro entró sin llamar, ocupando el umbral con su imponente presencia.

—Hay reglas en esta casa —dijo con voz grave —. No quiero fiestas, ni salidas sin avisar. Aquí hay horarios. Se cena a las ocho y espero respeto.

Me giré hacia él, con el ceño fruncido y el corazón golpeando en mi pecho.

—¿Respeto? —espeté con sarcasmo—. No eres mi padre.

Un músculo se tensó en su mandíbula, pero su expresión permaneció inmutable.

—No lo soy —admitió sin titubear—. Pero mientras vivas aquí, tendrás que acatar mis reglas.

El silencio se volvió pesado. Yo lo miraba con odio, pero en el fondo algo más me descolocaba: la forma en que sus ojos grises me atravesaban, esa intensidad que me erizaba la piel sin que yo lo quisiera.

Sacudí la cabeza, intentando borrar la absurda idea que se cruzaba por mi mente. Era mi padrastro. El esposo de mi madre muerta. Pensar en él de otra manera era un sacrilegio.

Él sostuvo mi mirada unos segundos más y luego, sin una palabra, salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

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Esa noche me tumbé en la cama, incapaz de conciliar el sueño. El silencio de la mansión era sepulcral, roto solo por el tic-tac lejano de un reloj.

Me revolvía entre las sábanas, recordando una y otra vez el funeral, la voz de mi madre, su risa, sus caricias. El dolor me oprimía el pecho hasta dejarme sin aire.

Y, contra mi voluntad, la imagen de Alejandro se colaba entre esos recuerdos. Su mirada intensa, su voz grave, su presencia imponente.

Me odiaba por eso.

Me repetía que lo detestaba, que lo culpaba de no haber cuidado a mi madre, de no haberla salvado. Me convencía de que era solo rencor lo que me hacía temblar cuando estaba cerca.

Pero en el fondo, muy en el fondo, sabía que no era solo odio.

Algo dentro de mí se estremecía cada vez que pensaba en él. Algo prohibido, algo que no debería sentir.

Cerré los ojos con fuerza, intentando acallar esa voz interna. Pero mientras el sueño me arrastraba lentamente, lo último que vi en mi mente fue el rostro de Alejandro, serio y distante, como si me vigilara incluso en la oscuridad.

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