La dulce miordida de la venganza

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Capítulo 1 Capítulo 1: El Desprecio Final

El aire en la mansión Conde era denso, cargado no con la promesa de tormenta, sino con el hedor del adulterio.

Maya, en el salón principal, parecía una aparición fantasmal vestida con el mismo vestido de seda color crema que había elegido para su primer aniversario, una reliquia de un amor ahora podrido.

Observó a Ethan, sus ojos buscando en vano una chispa de la ternura que alguna vez conoció. Su mandíbula, tensa como una cuerda a punto de romperse, y la mirada glacial que nunca le perteneció al hombre con el que había compartido una cama, la perforaban con la precisión de un bisturí.

"¿No tienes nada que decir?", preguntó Maya, su voz apenas audible, un eco tembloroso en la inmensidad del salón. Había pasado horas preparando una cena romántica, cada plato elaborado con la esperanza de reavivar una llama que se extinguía.

Había ignorado las crecientes señales de que algo andaba mal: los rumores venenosos en la ciudad, las miradas evasivas de Ethan que ahora se rehusaban a encontrar las suyas, todo lo había negado con la fe ciega de una esposa enamorada.

"Estoy enamorado de alguien más, Maya", soltó Ethan con una frialdad calculada, casi quirúrgica. A su lado, una mujer joven, de una belleza plástica y elegancia artificial, se acurrucó más cerca de él, sus dedos enjoyados aferrándose a su brazo como si fuera un trofeo recién conquistado. "Deberías haberlo visto venir. Eras demasiado... predecible."

El mundo de Maya se hizo añicos, no como una copa de cristal que se rompe en mil pedazos, sino como un castillo de arena arrasado por una ola implacable. Años de dedicación incansable, de sacrificio voluntario por la ambición desmedida de Ethan, se redujeron a esta cruel y breve declaración. Intentó hablar, intentó defenderse, pero las palabras se atoraron en su garganta, un nudo asfixiante de dolor y humillación.

Ethan continuó, su voz aún más despiadada, como si disfrutara infligiendo cada herida. "Siempre fuiste tan... sumisa, tan complaciente, casi cansinamente devota. Nunca me desafiaste, nunca me excitaste de verdad, ni siquiera en la cama. Eras como una muñeca de porcelana: bonita, pero carente de pasión."

Escaneó a Maya de arriba abajo, su mirada deteniéndose en cada curva, en cada pliegue del vestido, un gesto que antes le había causado escalofríos de placer y ahora solo provocaba un nauseabundo asco. "Necesito algo más, alguien que esté a mi nivel, alguien que pueda seguir mi ritmo, alguien con ambición, con fuego." Se giró hacia su amante, sus dedos acariciando su mejilla con una posesividad brutal. "Alguien como Isabella."

Las lágrimas comenzaron a caer, silenciosas y traicioneras, resbalando por sus mejillas como dagas de hielo. Intentó limpiarlas con el dorso de la mano, pero Ethan la detuvo, agarrándole la muñeca con una fuerza que dejó una marca roja en su piel.

"No me hagas una escena, Maya. No quiero verte llorar, es patético. Simplemente empaca tus cosas y vete. Te daré una compensación, por supuesto. Suficiente para que no tengas que volver a arrastrarte por un trabajo miserable." Su labio se curvó en una sonrisa desdeñosa. "Después de todo, ¿qué otra cosa podrías hacer?"

La humillación era insoportable, un veneno que se extendía por sus venas. No se trataba del dinero, sino del desprecio absoluto, de la facilidad con la que la desechaba como si fuera un objeto inútil, un estorbo en su camino hacia la grandeza.

"Esta también es mi casa", dijo Maya, encontrando una pizca de desafío en el fondo de su alma devastada.

Ethan soltó una risa amarga, un sonido hueco y cruel que resonó en el silencio opulento del salón. "Esta casa es mía, Maya. Todo lo que tienes, todo lo que eres, incluso tu apellido, es gracias a mí. No seas ridícula."

Señaló la puerta con un gesto brusco, como si estuviera echando a un perro callejero. "Ahora lárgate. No quiero volver a verte nunca más." Su mirada se detuvo en su cuerpo, con una mezcla de repulsión y posesividad. "Y no te atrevas a pensar que puedes llevarte algo valioso. Todo lo que hay aquí me pertenece."

Las lágrimas comenzaron a caer, silenciosas y traicioneras. Intentó limpiarlas con el dorso de la mano, pero Ethan la detuvo, agarrándole la muñeca con fuerza.

"No me hagas una escena, Maya. No quiero verte llorar. Simplemente empaca tus cosas y vete. Te daré una compensación, por supuesto. Suficiente para que no tengas que trabajar un día en tu vida."

La humillación era insoportable. No se trataba del dinero, sino del desprecio, de la facilidad con la que la desechaba como si fuera un mueble viejo.

"Esta también es mi casa", dijo Maya, con una pizca de desafío que aún quedaba en su voz.

Ethan soltó una risa amarga. "Esta casa es mía, Maya. Todo lo que tienes, todo lo que eres, es gracias a mí." Señaló la puerta con un gesto brusco. "Ahora lárgate. No quiero volver a verte."

Con la cabeza en alto, a pesar de que el corazón le sangraba, Maya recogió algunas de sus pertenencias más valiosas – recuerdos, fotografías, pequeños objetos que representaban una vida que ya no existía.

Un brazalete de diamantes que Ethan le había regalado en su último cumpleaños quedó olvidado sobre la cómoda, un símbolo de una promesa vacía. Se permitió una última mirada a la mansión, a la opulencia que había creído suya, al jardín que había cuidado con tanto cariño, a los vestigios de un futuro que nunca llegaría. Sintió la bilis subirle por la garganta, un sabor amargo de decepción y furia.

En el taxi, mientras se alejaba de la vida que conocía, el dolor dio paso a una fría determinación. Ya no era la sumisa Maya Jones. Algo había muerto en ese salón, y algo más, algo peligroso y poderoso, había nacido.

Juró que Ethan Conde se arrepentiría de este día, de cada palabra cruel, de cada humillación. Le haría pagar por cada lágrima derramada, por cada sueño destrozado, por la mujer que la había obligado a dejar atrás. Cada segundo de su nueva vida estaría dedicado a ese propósito: la dulce y sangrienta venganza.

Con una maleta llena de recuerdos rotos y una determinación nacida del dolor, Maya se dirigió a una ciudad lejana, una metrópolis vibrante y despiadada donde las oportunidades florecían para aquellos lo suficientemente audaces para tomarlas.

Era un lienzo en blanco, una oportunidad para reinventarse, para forjar un destino propio. El primer paso era dejar atrás a Maya Jones, la esposa obediente y sumisa, y dar paso a la implacable Maya Deveraux, una mujer con la fuerza para conquistar el mundo y la sed de venganza para hacerlo arder.

Y en ese momento, mientras el taxi se adentraba en la noche, una sonrisa gélida se dibujó en sus labios, la sonrisa de una depredadora a punto de cazar a su presa.

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