Prólogo
Simón Salvatore corría en círculos por el jardín, con los brazos abiertos y una amplia sonrisa de satisfacción en su rostro mientras la fuerza del viento chocaba contra él y le alborotaba el cabello. Era como volar. Le encantaba la sensación, pero sobre todo, le encantaba escuchar la pequeña risa de su compañera de juegos, Paulina Pérez, la hija de la ama de llaves y el chofer de la mansión Salvatore.
La niña, dos años menor, estaba sentada en la alfombra de retazos en el porche, sus suaves ojos ámbar observando fascinada cómo su amigo giraba y giraba.
—¡Vamos, Lina! ¡Es divertido!
—No. La última vez me mareé, me caí y mamá me regañó —recordó, con las mejillas sonrojadas por el calor de la primavera de principios de noviembre.
Simón dejó de girar. Molesto, subió los tres escalones que llevaban al porche y se sentó junto a ella.
—No es divertido sin ti —gruñó, haciendo un puchero, lo que provocó la risa cristalina de su amiga, quien, un poco avergonzada, colocó su mano sobre la de él.
Simón admiraba su pequeña sonrisa, su rostro sonrojado y su belleza. Paulina parecía una muñeca de porcelana, como las que su madre guardaba en el estante más alto del cuarto de costura. De piel clara, labios rosados, delicada, siempre con un vestido de encaje floral. La diferencia era que tenía permiso para jugar con Lina. Aunque ella se negaba a algunos juegos, como trepar árboles, girar en el césped y jugar con bolas de barro, a Simón aún le gustaba mucho y quería que estuviera a su lado para siempre.
Su atención se desvió hacia las voces en el lado de la mansión. Vio a su madre acompañar a su padre hasta el coche. El padre de Paulina mantenía la puerta trasera abierta para el jefe. Simón sonrió cuando su madre besó los labios de su padre antes de dejarlo ir a trabajar. Cada mañana repetían ese gesto, y Simón se preguntaba si eso era lo que los mantenía juntos.
Se volvió hacia su pequeña amiga, que también observaba la escena, y, imitando a su madre, besó a Paulina en la boca.
Fue entonces cuando todo cambió en su vida. En ese breve momento, después de ese breve beso.
De repente, apareció la madre de Paulina gritando y la apartó de él. Aterrorizado, escuchó a la mujer, siempre tan amable, regañarlo severamente.
Su madre se acercó, confundida por los gritos, y la madre de Paulina le contó sobre el beso y dijo que él había tomado libertades indecentes con su hija. Las dos mujeres comenzaron una acalorada discusión. Confundido, Simón lloró de miedo, pensando que su beso había lastimado a su amiga y que por eso su madre estaba tan enojada con él.
Después de ese día, la madre de Paulina nunca le dio permiso para jugar con ella de nuevo, ni permitió que estuvieran solos en el mismo lugar.
Simón no entendía qué tenía de malo su beso, pero no tuvo el valor de preguntar ni de quejarse por la creciente distancia entre él y Paulina.
Se enfadó con Pérez, consigo mismo y con la terrible idea de besarla para unirlos para siempre. El efecto fue el contrario; cada día se alejaban más, se ignoraban y, con el tiempo, se convirtieron en extraños en la misma casa.
