Una concubina para el CEO virgen.

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Capítulo 4 4.

Amaranta se quedó ahí paralizada ante el comentario que el hombre había acabado de hacer.

— ¿Disculpa?  — dijo, tal vez esperando haber oído mal la angustiante revelación que el hombre le había dicho.

— Así como lo estás escuchando, querida.

Se acostó en la cama mostrando sus portentosas piernas abiertas y Amaranta se quedó de pie ahí, sin saber muy bien qué hacer, abrazándose a sí misma, sintiendo que aún los restos de aquel pequeño placer que le habían producido los dedos del hombre seguían recorriendo su cuerpo como ondas eléctricas.

Una poderosa sensación de entendimiento le atravesó el cuerpo y, en solo una milésima de segundo, se imaginó caminando hacia el altar con el hombre que tenía frente a ella. No solo era increíblemente atractivo, sino asquerosamente millonario. Pero, a diferencia de lo que cualquier otra muchacha hubiera llegado a interpretar como el sueño de su vida, Amaranta sabía que aquello no era una buena noticia. Sabía que la familia Belmonte tenía enemigos por doquier y convertirse en la esposa de uno de los hijos, sino el hijo más importante de aquella familia, no significaría nada bueno.

— No creo que sea una buena idea.

El hombre se puso de pie nuevamente, caminó hacia ella. Amaranta sintió que sus rodillas no serían capaces de soportar su propio peso, pero él la tomó por los hombros con una fortaleza investigativa y la levantó calculadamente del suelo, dejándola en la esquina de la cama como si no fuese más que una muñeca de trapo, frágil y liviana.

— Quiero que entiendas que, desde que tu padre te entregó al casino, tu vida ya no te pertenece. Nos pertenece a nosotros. Miles de mujeres darían esta oportunidad. Miles de mujeres han hecho fila esperando que yo decida escoger alguna como esposa.

Entonces, aprovechándose de que el terror le producía escasas dosis de adrenalina en el cuerpo, Amaranta se aclaró la garganta y preguntó:

— ¿Por qué yo? Por lo que pude ver hoy, su padre le ha traído muchas mujeres. ¿Qué tengo yo de especial?

El hombre la miró de los pies a la cabeza.

— Sinceramente, nada. Pero todas las mujeres que mi padre ha traído aquí han sido experimentadas amantes, dispuestas a complacerme de formas que ni siquiera un hombre como yo sería capaz de imaginar, y aquello me genera repugnancia. Pero tú eres diferente: tan dócil, tan tranquila. Eres lo que necesito para acallar de una vez por todas los malditos rumores y quitarme a mi padre de la cabeza.

— ¿Son verdades esos rumores?  — se atrevió a preguntar Amaranta.

El hombre apoyó una de sus anchas manos en su muslo. Comenzó a subir. Nuevamente la mezcla de emociones que la muchacha estaba sintiendo era incomprensible. Por un lado, el miedo y el terror experimentados en el momento en el que había pisado el casino, pensando que ese sería el lugar en el que pasaría el resto de su vida pagando la deuda de su padre, la habían debilitado. Luego, la adrenalina de verse llevada por el dueño del lugar hacia su hijo. Y, por último, la extraña excitación morbosa que había sentido cuando los dedos hábiles del hombre la habían acariciado allí donde ni siquiera ella se había atrevido a tocarse más de la cuenta.

Su cabeza era una amalgama de emociones, y el hombre lo aprovechó cada instante. Cuando su mano llegó hasta donde su muslo terminaba y empezaba su intimidad, deslizó despacio su dedo por sobre la húmeda tela de su ropa interior.

— Parece que los rumores son ciertos.

Tenía los labios rojos y carnosos, escondidos detrás de su perfecta barba masculina. Amaranta los observó. Jamás había besado a un hombre, pero en ese instante quiso recortar la distancia que los separaba y besarlo. Pero entonces él se apartó nuevamente y ella sintió ese frío extraño que la había invadido la primera vez que el hombre la había tocado y luego se había retirado.

— ¿Pero su padre…?

— ¿Qué importa lo que piense mi padre?  — le dijo él con un poco de impaciencia, como si ya comenzara a cansarse de aquellas situaciones.

Probablemente estaba demasiado cansado. Amaranta siempre se había preocupado de sus propias cosas, nunca había prestado atención a los rumores de la ciudad, pero los rumores de que el hijo de uno de los magnates más poderosos gustaba más de la compañía de los hombres era algo que se contaba por los corredores.

Pero el hombre que ella tenía enfrente de verdad no parecía. No es que Amaranta tuviera el prejuicio de imaginar que un hombre homosexual era afeminado: sabía que había hombres masculinos que lo eran. Y el hombre que tenía enfrente era terriblemente masculino. Tan alto y tan fuerte, parecía que había dedicado su vida entera al gimnasio y a crecer.

Pero había algo en él. Esa fuerza calculada al mirarla, la forma en la que la había tocado… definitivamente no lo era. O al menos eso fue lo primero que pensó su cabeza. Entonces, ¿por qué tanto escándalo? ¿Por qué tanto show? El hombre parecía tener la experiencia de haber pasado por la cama de varias mujeres. Ninguna de ellas había confirmado la heterosexualidad del magnate.

Muchas preguntas se soltaban en su cabeza, pero era demasiado abrumadora toda la situación como para que alguna de sus ideas se quedara adentro. El hombre se quitó el pequeño pantalón corto, dejando entrever unos glúteos redondeados por debajo de la tela de la ropa interior, y comenzó a vestirse con unos pantalones oscuros y una camisa con botones.

— Prepárate, querida  — le dijo él — . Vamos a decirle a mi padre ahora mismo que voy a casarme contigo. Es lo que me ha pedido desde hace muchos años.

El hombre se vistió en silencio, mientras Amaranta encontraba las fuerzas para preguntarle aquello. Y entonces lo hizo:

— ¿Y qué pasará conmigo? ¿Cuánto tiempo tendré que ser tu esposa de mentiras para ocultar tu secreto?

— ¿Mi secreto?  — dijo él con una sonrisa — . Vas a ser mi esposa el tiempo que a mí me dé la gana, el tiempo que yo necesite. Sí o sí tengo que heredar el mandato de las compañías de mi padre y él no lo hará a menos de que al fin me case. Velo como un contrato.

— ¿Y entonces qué ganaré yo al respecto?  — le preguntó ella. Aunque su voz temblaba, necesitaba asegurarlo.

— Tú lo único que ganarás será la deuda pagada de tu padre y disfrutar de los placeres de mi compañía por el tiempo que dure esta mentira.

— Pues no  — dijo ella con seguridad, haciendo alarde del poquito carácter que la caracterizaba y que había perdido desde el momento en el que la habían convertido en una esclava, entre comillas — . Cuando todo esto termine, me pagarás una fortuna suficiente para poder irme del país y no volver jamás.

El hombre estiró su mano hacia ella y ella la estrechó. Era tan grande y tan cálida.

— Trato hecho, princesa. Ahora vamos a enfrentar a mi padre.

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