Capítulo 3 3.
Amaranta se quedó paralizada ante el comentario que hizo el hombre. Lo había dicho en un tono tan extraño que no parecía ni siquiera en serio, y lo comprobó cuando, después de un minuto de una tensada calma, el hombre se puso de pie.
— Pero mira nada más — dijo — , no eres como las otras prostitutas que ha traído mi padre. Normalmente siempre comienzan a quitarse la ropa después de mi orden, y me deleita ver cómo se desnudan para luego hacerlas vestir y acostarlas a dormir por el resto de la tarde.
Amaranta se abrazó a sí misma. Cuando el hombre se puso de pie, todo su enorme cuerpo se movió hacia donde ella estaba y cargaba consigo un aura extraña, como si lo acompañara un aire más espeso.
— Yo no soy una prostituta — dijo con la poca voz que aún le quedaba.
Entonces el hombre se frenó en seco.
— ¿Entonces qué es lo que haces aquí?
Amaranta no quería hablar de su carácter. Normalmente, aunque no tuviera un carácter muy fuerte, era grosera y contestona, pero sabía que en esa oportunidad tal vez podría costarle. Entonces se mordió la mitad de la lengua y, con la otra mitad, murmuró despacio:
— Solo estoy aquí para pagar la deuda de mi padre.
La expresión en los ojos ambarinos del hombre cambió.
— ¿Entonces mi padre te está obligando?
Amaranta se encogió de hombros. Técnicamente la estaba obligando, pero también estaba ahí por su voluntad. Sin embargo, no dijo nada más. El hombre se acercó hacia donde ella estaba.
— Pero mira nada más, pareces un conejito asustado — tenía la voz grave y profunda — . No parezco un Belmonte como mi padre.
Se veía diferente, extraño. Sexy, podría decir Amaranta también, pero su enorme tamaño era un poco intimidante. Cuando llegó junto a ella, le apoyó los dedos en el mentón para que lo levantara.
— Entonces este pequeño pedazo de carne temblorosa, según mi padre, ¿era lo que me iba a quitar la virginidad? — murmuró.
Comenzó a rodearla como si fuese un gato acechando a su pequeña presa. Cuando estuvo de espaldas, Amaranta pudo sentir cómo el pecho del hombre se pegó en su espalda y sintió una ráfaga de calor cuando la calidez de su piel se adhirió a la suya.
— ¿Cómo te llamas? — le preguntó él.
Tuvo que inclinarse para que su boca estuviera cerca de su oreja y, cuando el aire de su aliento le tocó la piel, sintió un escalofrío en la columna.
— Amaranta — murmuró ella.
— ¿Amaranta? Como la virgen eterna de Gabriel García Márquez — comentó con burla — . ¿También eres virgen como Amaranta?
De un hábil movimiento metió las manos por debajo de su blusa y apoyó sus anchas palmas en su vientre. Amaranta sintió que todo el cuerpo comenzó a temblarle, pero la calidad del hombre era abrumadora, como si fuese una brasa ardiente. O tal vez ella estaba demasiado fría.
— Eres pequeñita como una violeta. Pálida como fantasma. Una correa de cuero sobre esa pálida piel debe ponerte tan roja como una fresa — le decía el hombre al oído.
Amaranta contuvo el aliento cuando las manos comenzaron a deslizarse hacia arriba despacio, con una lentitud que resultaba tortuosa, y de repente se encontró esperando a que llegara a sus senos. Estaba esperando que llegara, pero el hombre subía con una paciencia infinita mientras tanteaba su piel. Cuando su pecho se apretó más contra la espalda de la joven, presionó con fuerza contra ella.
Amaranta pudo sentir su hombría presionando en la parte baja de su espalda. Era un hombre muy alto. O ella era muy pequeña. O tal vez ambas. Y todos sus pensamientos escaparon de la cabeza cuando las anchas manos del hombre se posaron con fuerza en sus senos, tanteándolos como si fueran dos moraditas de oro.
Las manos comenzaron a temblar. Sintió que estaba por desfallecer en cualquier momento. Nunca nadie la había tocado, nunca un hombre la había tocado, pero el tacto de aquel misterioso ser detrás de ella se sentía extrañamente bien recibido por su cuerpo. Comenzó a temblar, pero no del terror que la invadía anteriormente, sino de una especie diferente.
El hombre le pellizcó suavemente los pezones y ella dio un salto. Su mano comenzó a deslizarse nuevamente hacia abajo, acariciando el ombligo de Amaranta, que sentía que se iba a desmayar en cualquier momento, y luego comenzó a descender un poco más abajo y más abajo, tortuosamente lento, como si el hombre quisiera deleitarse con la necesidad de la muchacha de que sus manos llegaran hasta el punto destinado.
Incluso movió un poco las caderas. No sabía qué era lo que estaba sintiendo. No sabía qué era esa sensación empalagosa que se le pegaba en la garganta como un olor dulce, como a miel ácida, que hizo que se le calentara la cabeza. Era como si algo externo la estuviera obligando a hacer eso, como si algo fuera de su propio dominio estuviera controlándola.
Y cuando el hombre metió su mano ahí abajo, acariciándola en ese punto en el que solamente lo hacía cuando el deseo apremiante la obligaba, dejó caer la cabeza hacia atrás, recostándola en uno de los fuertes pectorales del hombre.
— ¿Te gusta? — dijo él, mientras su dedo se movía como una espiral infinita sobre aquel punto que la llevó a morderse la lengua para evitar un gemido.
Sintió cómo la humedad comenzó a palpitar dentro de ella y se sintió como una estúpida y una débil. ¿Por qué estaba pasando eso? Nunca se había imaginado a sí misma en una escena tan sexual, pero en ese momento lo deseó, a pesar de que al principio estuviera aterrada. El hombre tenía una energía magnética que la había atrapado por completo.
Y cuando uno de sus dedos gruesos comenzó a introducirse en su interior, aquel ardor placentero la hizo estirar la mano y agarrar con fuerza el antebrazo de la mano libre que sostenía su seno.
Pero entonces el hombre la soltó, sacando su mano de debajo de su pantalón y dando dos pasos atrás. Amaranta se sintió mareada. El calor que compartía el cuerpo de aquel hombre desapareció como una sombra espantada por la luz. Cuando se volvió a mirarlo hacia atrás, él sonreía, sonreía de una forma diabólica.
— Pero mira nada más — dijo — . Creo que tú serás la indicada. Papá tenía razón: trajo un nuevo juguete para mí. Ya basta de sus reproches. Si eso es lo que quieres, se lo daré. ¿Quieres saldar la deuda de tu padre? Yo no solo la saldaré, sino que te daré ese mismo monto como pago... si te conviertes en mi esposa.
























