PROHIBIDO AMARTE: Mi padrastro, mi pecado

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Capítulo 4 – Extraños rumores

El martes comenzó igual que los días anteriores: con un desayuno silencioso en aquella mesa enorme, donde Alejandro y yo parecíamos dos extraños obligados a convivir. Yo jugueteaba con el pan tostado sin probarlo y él leía sus correos en el teléfono con la misma concentración de siempre.

—Hoy quiero que llegues puntual a clase —dijo sin apartar la vista de la pantalla.

Rodé los ojos.

—¿Vas a vigilarme todo el semestre?

—Si es necesario.

—¿Y si decido no ir?

Entonces sí levantó la mirada, y esa chispa oscura en sus ojos me erizó la piel.

—Valeria, no me pongas a prueba.

Apreté los labios para no contestar. Me levanté con brusquedad y subí las escaleras, fingiendo que no me afectaba.

Pero lo cierto era que cada palabra suya se quedaba clavada en mi interior como un anzuelo, arrastrándome hacia un mar del que no sabía cómo escapar.

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En la universidad, la tensión no fue menor. Entrar al aula y verlo allí, de pie frente al pizarrón, era un castigo que no terminaba nunca. Había decidido sentarme en la última fila para evitar mirarlo, pero mi vista siempre terminaba buscándolo. Era inevitable.

Al terminar la clase, Mariana, mi mejor amiga, me alcanzó en el pasillo.

—Oye, ¿qué pasa con el profe Cruz? —preguntó en voz baja, con una sonrisa traviesa.

Tragué saliva.

—¿Qué tiene?

—Te mira raro. Como… diferente. No sé, como si fueras especial.

Se me aceleró el pulso, pero enseguida fingí fastidio.

—Estás loca.

Mariana se encogió de hombros.

—Bueno, ya sabes, todas hablan de él. Lo llaman «el profesor guapo, misterioso y rico». Pero contigo es diferente... No sé, es raro. Y ahora que es tu protector...

—Cierra la boca, Mariana.

—Tranquila, solo decía…

Me quedé en silencio, porque en el fondo sabía que no estaba equivocada. Alejandro no me trataba como a las demás. Y eso era precisamente lo que más me asustaba.

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Cuando ya había anochecido en la mansión, intenté evitarlo. Me refugié en mi habitación con la música a todo volumen, fingiendo que hacía los deberes. Pero, a la hora de la cena, la empleada llamó a la puerta.

—El señor Cruz le espera en el comedor, señorita.

Suspiré resignada. Bajé y lo encontré sentado como siempre, con una copa de vino en la mano. La mesa estaba servida para dos, con velas encendidas y todo perfectamente dispuesto.

—¿Qué es esto? —pregunté con suspicacia.

—Una cena —respondió con calma, como si no entendiera mi sorpresa.

Me senté frente a él y jugueteé con el tenedor. El ambiente era incómodo, pero diferente. Más íntimo.

—Hoy te defendiste en clase —comentó de pronto, sin levantar la voz.

—¿Defenderme? —arqueé una ceja.

—Una compañera te cuestionó y no titubeaste. Me sorprendió.

Lo miré con cautela. ¿Era eso un elogio? Alejandro rara vez elogiaba a alguien.

—No necesito tu aprobación —dije al fin, aunque mi voz no sonó tan firme como quería.

—No. Pero la tienes.

El silencio se volvió espeso. Yo no sabía qué contestar, y él tampoco parecía esperar una respuesta. Solo bebió un sorbo de vino y me observó con esa intensidad que me hacía sentir desnuda y vulnerable.

De pronto, se inclinó un poco hacia delante.

—Valeria… ¿por qué me odias tanto?

La pregunta me desarticuló. Lo miré, confundida, con un nudo en la garganta.

—Porque… —empecé, pero no supe cómo terminar la frase. ¿Porque se llevó a mi madre? ¿Porque era demasiado perfecto? ¿Porque me hacía sentir cosas que no debía?

Él esperó, con la paciencia de un cazador. Y yo, asustada de lo que pudiera salir de mi boca, bajé la mirada y guardé silencio.

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Después de la cena, me refugié en la biblioteca, buscando distraerme con algún libro. Pero no tardé en escucharlo entrar. Su perfume, su presencia, todo me envolvió de inmediato.

—Valeria —dijo, acercándose lentamente—. Tenemos que hablar de tu actitud.

Me crucé de brazos.

—No hay nada que hablar.

—Sí lo hay. No puedes seguir viéndome como un enemigo.

—¿Y cómo quieres que te vea? ¿Cómo a un padre? —la palabra me salió con veneno.

Él me sostuvo la mirada, firme, inquebrantable.

—No soy tu padre.

Mi respiración se agitó. Esa simple frase, dicha con tanta seguridad, encendió algo dentro de mí. Era una línea que él acababa de borrar, aunque no lo admitiera.

Di un paso hacia atrás, pero choqué con la estantería. Alejandro se acercó más, quedando a pocos centímetros de mí. Podía sentir el calor de su cuerpo, el roce de su respiración.

—Ten cuidado, Valeria —susurró, con voz ronca—. Estás jugando con algo que no entiendes.

Mi corazón martillaba tan fuerte que pensé que se me saldría del pecho. Lo miré a los ojos, desafiándolo.

—¿Y si no quiero entenderlo?

El silencio se hizo eterno. Su mano se levantó apenas, como si fuera a rozar mi mejilla, pero se detuvo a medio camino. Sus labios se entreabrieron, y por un instante creí que iba a besarme.

Pero se apartó de golpe, como si hubiera recuperado el control en el último segundo.

—Basta. Esto no debe repetirse.

Y salió de la biblioteca sin mirar atrás, dejándome temblando contra la pared, con el cuerpo encendido y el alma hecha un caos.

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Al día siguiente, extraños rumores explotaron en el campus.

—Dicen que el profe Cruz tiene una relación con una alumna —escuché a un par de chicas murmurar en el pasillo.

—¿De verdad? ¿Con quién?

—No sé… algunos dicen que es una de las de primer año.

El pánico me recorrió de pies a cabeza. ¿Acaso alguien nos había visto en la biblioteca? No había pasado nada, pero la tensión era tan evidente que hasta un roce podría malinterpretarse.

Caminé con prisa, sintiendo las miradas clavarse en mí. Mariana me alcanzó de nuevo.

—¿Oíste lo que se rumorea? —susurró.

—Sí.

—Valeria... —su mirada se clavó en la mía—, ¿qué tan cierto es?

—¡Es absurdo! Alejandro es un profesional —dije con una firmeza que no sentía.

—No sé... es muy atractivo, y viudo. Todas quieren estar con él. No me sorprendería un romance prohibido con una alumna. Alguna tiene que ser la afortunada.

—Ya te lo dije, Mariana, no digas sandeces.

—No te alteres. Cada vez que hablamos de él te pones así. ¿Tanto lo detestas?

La pregunta me dejó sin respuesta. Solo pude mirarla, sintiendo cómo se me formaba un nudo en el estómago.

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Esa tarde, en casa, enfrenté a Alejandro.

—¿Lo escuchaste? —pregunté, cerrando la puerta de su despacho detrás de mí.

Él levantó la vista de unos documentos, sereno como siempre.

—Los rumores, sí.

—¿Y no te importa?

—La gente siempre habla.

—¡Pero podrían arruinarte!

Se levantó lentamente y se acercó a mí. Yo retrocedí hasta chocar con el escritorio.

—¿Arruinarme? —repitió con una sonrisa peligrosa—. ¿Acaso hay algo que arruinar, Valeria?

Sentí un calor subir por mi cuello hasta mis mejillas. No respondí, no podía.

Él se inclinó un poco, tan cerca que podía contar cada pestaña en sus ojos.

—De verdad no hay nada… entonces no tienes de qué preocuparte.

Y volvió a su asiento como si nada hubiera pasado, dejándome temblando, con el corazón en llamas y la certeza de que aquello apenas comenzaba.

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